
Septiembre 2022
TENTACIONES
Prohibidas
Un secreto que los une, un amor prohibido a los ojos de los demás y una tentación a la que no se podrán resistir.
♥ Stefanie:
Cree que puede ignorarme.
Cree que puede relegarme al olvido.
Cree que puede clasificarme con la etiqueta de «hermanastra» y dejarlo ahí.
Se equivoca.
Por una vez voy a tomar las riendas de mi vida.
Y lo que quiero es a él, en mi cama y en mi futuro.
♥ Brandon:
Hace ocho años metí la pata. Me dejé llevar por la ira, la lujuria y la sed de venganza. Hice algo que no debía, y hubo un testigo.
Yo tenía dieciséis años entonces y ella apenas diez. Aquella noche nos unió algo más que el matrimonio de nuestros padres, nos unió un secreto inconfesable que podía cambiarlo todo.
Me ha guardado el secreto. Hasta hoy.
El regordete patito feo de entonces se ha convertido en un ángel con las curvas de una diosa y el alma de una amazona. Es mi tentación más prohibida, la más difícil de resistir, y… sabe que me tiene en sus manos.
Romántica contemporánea
erótica
GÉNERO
Disponible en formato ebook y en papel
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Fecha de Publicación

Capítulo 1
Stefanie
Todo el mundo sufre estrés de forma cíclica en su vida, pero no creo que todos tengan una escaleta de estrés como la mía:
Nivel 1: Estrés leve.
Síntomas: Se me mueven las piernas como si fuera el conejito de las pilas alcalinas que sale en la tele y me acabasen de recargar.
Solución: Un buen atracón de chocolate o helado y, en el peor de los casos, una pizza y unos chupitos del ron caramelizado del que mi madre esconde en el mueble de la biblioteca (como si alguien de verdad se creyera que ella entra allí para leer).
Nivel 2: Estrés bajo.
Síntomas: Me da por morderme los labios o rascarme hasta hacerme sangre. La simple presencia de mi madre en la misma habitación que yo basta para desencadenarlo.
Solución 1: Mantenerme fuera de su camino o huir lo más lejos que pueda de ella si ya es demasiado tarde.
Solución 2: Encerrarme en mi cuarto con el chocolate, la pizza y la botella de ron y tratar de practicar yoga. Nunca llego a lo del yoga, pero dicen que la intención es lo que cuenta.
Nivel 3: Estrés moderado.
Síntomas: No soy capaz de quedarme quieta, me invaden sudores fríos y calientes y mis labios se quedan hechos polvo de tanto mordérmelos. Generalmente me ocurre en épocas de exámenes y dura hasta que me dan las notas. Permanecer con mi madre más de una hora en la misma habitación también tiene ese efecto.
Solución: Sustituyo el yoga por sesiones obsesivo-compulsivas con Pepe, mi mejor amigo eléctrico, y sus colegas (todos de látex hipoalergénico, recargables y resistentes al agua).
Nivel 4: Estrés alto.
Síntomas: Es el nivel en el que lo más sensato es evitarme. Si no estoy agresiva estoy depresiva. Se produce porque se me han juntado demasiadas cosas durante mucho tiempo, o por una exposición prolongada a mi madre y sus continuas críticas y quejas.
Solución: El tiempo entre los atracones de chocolate y las sesiones con Pepe y compañía lo relleno preparando dulces para un ejército, preferentemente con chocolate (mucho chocolate). El reto en esta fase es no comerme yo sola todos los dulces, porque, si no, paso directamente al siguiente nivel.
Nivel 5: Estrés extremo.
Síntomas: Me subo por las paredes, tiemblo y lloro porque ya no puedo más. Es cuando ya ni el chocolate, ni Pepe o sus amigos pueden hacer nada por mí.
Solución: Poner música, limpiar y sacar brillo como si me hubiese abducido la hermana de Don Limpio hasta descender de nuevo al nivel 3.
Aparte de mi madre tratando de joderme la vida de forma intensiva, el 5 es el nivel de estrés que también me provoca el regreso a casa del hombre que ocupa mis sueños más prohibidos desde que la explosión de hormonas me lanzó a la pubertad. El mismo que protagoniza mis fantasías más secretas y el responsable de que le sea infiel a Pepe en acto y pensamiento. El que, además, es el hombre al que todos esperan que llame hermano, porque mi madre se casó con su padre cuando tenía diez años y él, dieciséis.
Y ese nivel 5 explica por qué en ese momento mi Fiat 500 estaba embadurnado de espuma como si estuviese a punto de pasarle una maquinilla de afeitar.
Con un suspiro, tiré la esponja en el cubito y admiré mi estúpida obra. Iba a tener que esmerarme con la goma para que no quedasen rastros de jabón sobre la pintura metalizada. ¡Con lo fácil que habría sido acercarlo al lavadero de coches! Sacudiendo la cabeza, me saqué el móvil del bolsillo trasero del pantaloncito y me hice un selfi con mi ridículo coche espumoso de fondo. Al menos me iba a servir para generar tráfico en Instagram. Revisé la foto y… sip…, si el estúpido vehículo cubierto de espuma no conseguía los likes , desde luego que iba a recibirlos yo con las nubecitas blancas que me salpicaban el cabello, el hombro y la nariz, sin olvidar el filo del generoso escote del top de tirantes.
Sin perder más el tiempo, desenrollé la manguera y abrí el grifo. Apreté la pistola y comencé a enjuagar el Fiat.
—Perdona, estás…
Creo que en el momento en que escuché su voz, mucho más viril, profunda y aterciopelada de lo que la recordaba de su adolescencia, mi cerebro se apagó y pasó a funcionar en modo zombi, debió de ser eso, porque me giré sin soltar la palanca de la pistola.
—¡Eh! ¡Aparta el agua!
La pistola se me resbaló de las manos, la presión del agua la hizo explotar y salirse de su enganche, y la manguera comenzó a moverse por tierra y aire cual anaconda hambrienta dispuesta a devorarnos. Los dos nos lanzamos a la vez a por la maléfica bicha. Yo fui la primera en alcanzarla, con tan mala suerte que tropecé con el cubo que había dejado en el suelo. Arrastré a Brandon conmigo cuando trató de sujetarme, aunque, gracias a Dios, al menos consiguió frenar en algo la caída y evitar que me abriera un boquete en el cráneo.
Sin aliento, tirada en el suelo, con él aplastándome, con la manguera sujeta en mi mano derecha como si se me fuera la vida en ello, y apuntando el chorro por encima de mi cabeza, me encontré frente a frente con los ojos grises que no había visto en casi ocho años.
—Hola… —Brandon se alzó sobre sus brazos, librándome en parte de su peso.
Sus pupilas se posaron sobre mis labios antes de bajar hasta mis pechos empapados, y se dilataron al caer sobre los pezones que despuntaban erectos bajo la fina tela de algodón, no sé si por el agua fría o por el calor que me transmitía su cercanía.
—Hola… —Creo que llegué a decirlo en voz alta o que al menos lo susurré, aunque es difícil de asegurar cuando mi vista se mantenía fija en el movimiento de su nuez al tragar saliva.
—Me resultas familiar —murmuró—. ¿Nos conocemos?
¡Mierda! ¡No me reconocía! ¿Eso era bueno o malo? La mezcla de pánico y decepción hizo que me moviera incomoda. Nuestros ojos se abrieron a la par y chocaron de frente. Los míos por sorpresa, los suyos con una mezcla de hambre y cautela que solo consiguió que la temperatura subiera varios grados.
Me moví de nuevo. Cualquier duda sobre el origen de la presión que sentía contra el vértice de mis piernas entreabiertas se despejó al aplastarme el clítoris. Mi jadeo se fundió con su gruñido bajo.
—Sería mejor que… te estuvieras quieta —me advirtió entre dientes.
—Mmm… —murmuré de vuelta, como si fuese estúpida o me faltara materia gris en el cerebro.
Sus labios se curvaron con una pequeña sonrisa.
—Aunque no seré yo quien se queje si vuelves a hacerlo.
Como si se tratase de una orden en clave secreta, mi pelvis se alzó medio centímetro del suelo apretándonos el uno contra el otro, y ambos compartimos un gemido ronco.
—Aún no me has dicho tu nombre —masculló con aspereza mientras dejaba caer algo más de peso sobre mí, aplastándome justo en los sitios en los que más necesitaba sentirlo.
—Ste… Stefanie.
Sus ojos se abrieron conmocionados, segundos antes de soltar una maldición y levantarse de un salto, apartándose de mí como si acabase de encontrarme en un vídeo viral de Tiktok hurgándome la nariz. Antes de que pudiera reaccionar, cerró el grifo, la manguera se relajó en mis manos y él me contempló desde arriba.
Hizo el intento de ofrecerme la mano para ayudarme a incorporarme, pero, en cuanto sus ojos cayeron sobre mis pechos, me dio la espalda y se dirigió a la casa. ¿Qué demonios había sido eso?
—Deberías entrar a cambiarte, a menos que quieras darles un buen espectáculo a los vecinos: la tela mojada se transparenta y… pareces un minino vagabundo pasado por agua.
¡Dios! ¡No! Abochornada, cerré los ojos. Había soñado con su regreso, con su reacción al descubrir la mujer atractiva e inteligente en la que me había convertido. Tenía mis planes diseñados hasta el más mínimo detalle. Iba a mostrarme ante sus ojos como una chica madura y sexi, y con un toque de sofisticación (vale, eso último a lo mejor iba a dar un poco el cante viniendo de mí).
Iba a presentarme ante él como una mujer a la que no pudiera resistirse por más que lo intentase. Por supuesto sin que lo notaran mis padres. Lo último que necesitaba era a mi madre ridiculizándome ante Brandon, o que su padre, Adam, nos leyera la cartilla a los dos. O al menos esos eran los planes hasta que quedaron pasados por agua cuando le demostré lo patosa que era en la vida real y, para rematar, me restregué contra él como si fuese una manca con ladillas que necesita aliviar el picor.
Gemí para mis adentros ante la imagen. La había cagado, y lo había hecho a lo grande. No creo que mi orgullo ni mi dignidad tuvieran arreglo después de lo que había pasado.
Capítulo 2
Brandon
Era mi hermana… ERA-MI-HER-MA… Por más que me lo repitiera, incluso en mis pensamientos, se me atragantaba aquella palabra.
Atravesé con amplias zancadas el gran vestíbulo de la mansión que una vez había visto como mi hogar, y que ahora me resultaba tan frío y ajeno como lo era el museo Nacional.
Stefanie y yo no teníamos ni una gota de sangre en común, pero eso no cambiaba que nuestros padres estuvieran casados, o el hecho de que ella fuera la persona que guardaba mi secreto más sucio y bochornoso, uno que podría destruir la poca relación que aún me quedaba con mi padre.
A pesar de que ese detalle, por sí solo, ya debería haberme hecho huir de ella como alma que lleva al diablo, seguía empalmado y con ganas de descubrir a qué sabrían sus besos. Apreté la mandíbula. ¿Qué clase de mierda caía tan bajo como para pensar en su hermana de ese modo? Para rematar, tenía seis años más que ella. Stefanie acababa de cumplir los dieciocho hacía apenas dos semanas. Cómo conocía ese detalle era algo sobre lo que no tenía ni idea. Mi padre debió de mencionarlo en alguna de sus llamadas, porque yo no era de los que se fijaban en fechas especiales y mucho menos trataba de memorizarlas.
—Hijo, ¿qué te ha pasado?
Me detuve en seco ante la voz de mi padre. Aún se me hacía irreal escucharla de nuevo en persona. Por teléfono siempre sonaba más profunda y grave. Me giré hacia él, enfrentándome al escrutinio con que estaba analizando mis vaqueros y camiseta mojada con el ceño fruncido.
—Yo… —Al oír la puerta del garaje, me coloqué de manera que, para poder seguir hablando conmigo, mi padre quedase de espaldas a la escalera principal. Alcé los brazos a los lados y me miré las enormes manchas húmedas que se filtraban hasta mi piel—. La manguera se salió de la pistola y, antes de que pudiera ayudar a Stefanie, ya estaba empapado.
—¿Entonces ya saludaste a tu hermana?
Mis ojos se cruzaron con los de Stefanie cuando pasó de puntillas tras él con los pies descalzos, las chanclas en las manos y una toalla blanca sobre los hombros. Se colocó un dedo en los labios y me dirigió un ruego con aquellos ojos grandes, que me recordaban al wiski añejo bebido frente a una hoguera. Sin poder evitarlo, volvió a recorrerme la misma corriente de deseo que había sentido nada más descubrirla fuera limpiando el pequeño turismo. Que siguiera con la camiseta empapada, y que sus pezones se adivinasen duros y rosados bajo la fina tela de algodón blanca, no ayudó en mis intentos de controlarme.
Carraspeé y me forcé en ignorarla cuando inició su ascenso por los escalones, mostrándome el inicio de sus redondeadas nalgas bajo los cortos pantalones.
—Sí, eh…, me tropecé con ella afuera.
—Genial. Ya se ha hecho toda una mujer desde la última vez que la viste, ¿verdad?
Stefanie se detuvo en el último escalón y me lanzó una mirada curiosa por encima del hombro.
—Sí, la verdad es que no la habría reconocido si no me lo hubiera confirmado ella misma. —Me forcé a sonreír mientras me metía las manos en los bolsillos en un intento por disimular las reacciones de mi cuerpo a su presencia.
«Ya se ha hecho toda una mujer desde la última vez que la viste, ¿verdad?». Ese era justo el problema. Me había cogido desprevenido. De seguir siendo la pequeña niña regordeta con las feas gafas de pasta verde que solían resbalarse por su nariz, porque alguien no le compró la talla adecuada en ese momento, no estaría avergonzándome de lo mal que había manejado la situación.
Mi padre se acercó y me dio una palmada en el hombro.
—Me lo creo, hijo. Me lo creo. Espera a que la conozcas mejor, no solo es guapa, sino extraordinariamente inteligente. Estaba deseando que regresaras. Siempre me acribillaba a preguntas sobre ti. Creo que le vendrá bien tener al fin el hermano mayor que siempre ha querido.
Stefanie retomó apresurada su camino, pero no sin que antes le viera las mejillas cubiertas por parches de un profundo tono rojizo. En mi estómago se hizo un nudo. Lo último que necesitaba era que mi padre o Stefanie esperasen de mí que actuara como un hermano mayor con ella. Mi instinto me decía que, cuanto menos me cruzase en su camino, mejor para todos.
—¡Brandon! —Me encogí ante el grito escandalizado de mi madrastra y por el rabillo del ojo vi cómo Stefanie desaparecía corriendo por la esquina—. ¡Madre del amor hermoso! ¿Pero qué te ha pasado, cariño?
—Un accidente con la manguera del garaje. —Sonreí con una mueca y di un paso atrás cuando Claudia me repasó el pecho mojado con ambas manos—. Creo que será mejor que vaya a cambiarme de ropa.
—Por supuesto, no queremos que cojas algo. Estamos en la época de los resfriados tontos —coincidió la mujer con una de sus falsas sonrisas—. ¿Quieres que te acompañe para enseñarte dónde están las cosas?
Todo en mí se rebeló ante la idea.
—No te preocupes, gracias. Ya estuve antes en mi habitación para dejar mi equipaje. Seguro que seré capaz de encontrar las toallas.
—He organizado las cosas de forma un poco diferente desde que estuviste aquí la última vez —protestó ella.
—Ya lo has escuchado, mujer —intervino mi padre de buen humor, colocándole un brazo alrededor del hombro—. Mi hijo prácticamente nació en esta casa. Además, ya es grandecito. Después de pasar el entrenamiento de los Seal, seguro que sabrá apañárselas por sí mismo.
Un profundo bochorno me inundó al detectar el orgullo en su voz. Subí los escalones de dos en dos, alejándome antes de que Claudia pudiera imponerme su empalagosa presencia, o de que mi padre pudiese decir algo más. Apenas llevaba cuarenta minutos en aquella casa y ya me arrepentía de haber cedido a su petición de regresar mientras decidía si renovar el contrato con el ejército o elegir otro camino. Al llegar al pasillo en el que se encontraba mi dormitorio, casi solté una maldición al ver la puerta que abría Stefanie. ¿De entre la docena de habitaciones que tenía aquella enorme casa, tenía que ocupar justo la que se encontraba frente a la mía? ¿Es que acaso tener que verla cada día durante las próximas dos semanas no era ya suficiente tentación?
A pesar de que fui consciente de que se había detenido y me estaba mirando, pasé de ella hasta que estuve delante de mi propio dormitorio. Vacilé con la mano sobre el pomo dándole la espalda.
—¿Stefanie? —No me giré.
—¿Sí?
Cerré los párpados al detectar la inseguridad en su voz.
—Siento haberme comportado como un… —Viejo verde salido—, como un cafre. No te reconocí, lo siento.
—No hiciste nada por lo que debas disculparte.
—Los dos sabemos lo que pasó. —Le eché una ojeada por encima del hombro—. No volverá a ocurrir.
—Mantengo lo que acabo de decir. —Mientras hombres de mi edad me apartaban la mirada, ella me la sostuvo sin pestañear y enderezó sus hombros.
—Eres mi hermana y te daré el respeto que te mereces como tal.
—Hasta donde sé, no somos hermanos y jamás lo fuimos. —Su tono rebelde hizo que me girase por completo hacia ella.
—Lo somos desde el día en que nuestros padres se casaron —le advertí con la intención de dejar mi posición clara.
No era tonto, había visto el deseo en sus ojos. El recuerdo de su gemido ante nuestro roce íntimo consiguió que la sangre se agolpara de nuevo en mi ingle. ¡Maldita fuera! Si la hubiese besado, Stefanie me habría correspondido sin dudarlo, entonces y también en ese instante. Apreté el puño alrededor del pomo. Era mejor solventar la situación ahora, antes de que se hiciera una idea equivocada sobre nosotros.
El tono rosado de sus mejillas se perdió con una repentina frialdad en su expresión. Alzó la barbilla y me miró a los ojos.
—Es curioso —pronunció con lentitud—. Lo que yo recuerdo de esa noche es algo muy diferente.
Cerró la puerta con un portazo tras ella, dejándome a solas en el pasillo. Mis puños se crisparon y mi mandíbula se tensó. ¿Lo había dicho como una amenaza o como una simple pataleta para defenderse de una humillación? ¡Mierda! Regresar a aquella casa había sido la peor de las decisiones. Por más que deseaba recuperar mis lazos con mi padre, necesitaba largarme de allí cuanto antes.