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RITUAL: Amuleto de Gaia
Los latidos de mi corazón eran tan fuertes que temía que retumbaran en las paredes del claustro delatando mi terror a las oscuras siluetas que acechaban desde las alturas. Tendida sobre el altar del sacrificio inhalé con fuerza, cerré los ojos, e intenté evocar recuerdos que me permitieran olvidar el horror al que tenía que enfrentarme.
«Cuando uno de mi especie ama, lo hace con una intensidad de la que ningún ser humano es capaz», recordé la pasión en su voz y las llamas en sus pupilas cuando me susurró las palabras al oído. Me estremecí. Había cumplido su promesa… hasta hoy. Ahora, sin embargo, me asaltaban las dudas. ¿Cómo reaccionaría cuando descubriera la verdad?, ¿cuándo desentrañara el fraude sobre mi identidad? ¿Se mantendría la fortaleza de sus sentimientos?
Con el eclipse a punto de ocurrir, las tres figuras encapuchadas se posicionaron frente a mí. La Suma Sacerdotisa inició los cánticos en su hermosa lengua, en tanto el hombre que sostenía mi frágil vida en sus manos permanecía observándome con los ojos entrecerrados y los labios apretados en una fina línea…
El Ritual había comenzado.
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Ritual: Amuleto de Gaia
Género: Romance Paranormal
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CAPÍTULO IV
Con los ojos hinchados y el cuerpo medio aletargado arrastré mis pies hasta la cocina. Me sorprendió
oír a Brian antes de llegar allí. Solía despertarse bastante más tarde que yo. Alcé las cejas al darme
cuenta que hablaba en castellano. ¿Quién había allí para que los O´Connaly hablaran en español?
Generalmente lo hacían por cortesía hacia mí y tampoco siempre.
—Deberíais hablar con ella y explicárselo. —La chica des- conocida tenía un acento gallego tan fuerte
que me costó en- tenderla—. El peligro siempre existe y es mejor prevenirlo.
—No lo tengo claro. —Aileen soltó un pesado suspiro—. No sé hasta qué punto está preparada para
esto. Además, ya conoces las normas.
—Está totalmente protegida —intervino con firmeza Brian—. Ayer comprobamos que no pueden
acercarse…
En cuanto crujió un azulejo algo holgado bajo mis pies, todas las voces quedaron sumidas en un
expectante silencio.
¿De qué hablaban? ¿Y por qué tanto silencio ahora de repente? —Parece que por fin se ha despertado
la bella durmiente—se mofó Brian al verme entrar en la cocina.
Hice una mueca para disimular mi inevitable sonrojo. Brian, Aileen y la desconocida rieron
divertidos.
—¡Hola! Tú debes de ser Soraya. —La chica menuda con carita de duende me sonrió con alegría.
Indudablemente, ella era la propietaria del acento gallego.
—Y tú eres Nerea, la prima española, ¿verdad? —Me incliné para darle dos besos de saludo.
—La sufrida pariente de una bruja pelirroja —me corrigió
burlona propinándole un codazo a Aileen.
Se me había olvidado por completo que vendría la prima
de Aileen a pasar un par de semanas. Me lo habían mencionado días atrás, pero… ¡ufff!, mi cabeza simplemente estaba en otro sitio. Los O’Conally mantenían estrechos lazos de unión con una vertiente gallega de su familia, se veían varias veces al año y, sobre todo las más jóvenes de la familia, pasaban las épocas vacacionales juntos. Lo que explicaba el perfecto castellano —con acentillo— que hablaban todos.
Entre las bromas y los piques que animaron mi desayuno
tardío, se fue entrelazando la planificación de la lista de «cosas por hacer» para el verano. Agradecida porque la alegre cháchara de las primas me permitiera estar callada sin llamar mucho la atención, intenté dejar de pensar en los ojos grises que me habían perseguido a lo largo de mis inquietos sueños.
Mi mente regresó a la extraña conversación de antes. Nadie había hecho referencia a esa llamativa charla. ¿Era de mí de
quién estaban hablando? ¿Se habían dado cuenta finalmente de mis «incidentes» y le estaban dando vueltas al asunto? Si
ese era el caso, me convenía más dejar las cosas como estaban y no forzar la situación preguntando. No sería la primera vez
que alguien huía y comenzaba a evitarme cuando les confirmaba sus sospechas.
Para cuando dejé la taza de cacao vacía sobre la mesa los demás ya habían hecho planes para todos los días del verano.
Nerea, de momento, solo iba a quedarse dos semanas antes de regresar a Santiago, si bien, en cuanto acabara con su examen para el carnet de conducir regresaría, justo a tiempo para preparar la celebración de Lughnasadh, una antigua celebración celta, que con sus hechizos y rituales, prometía ser cuanto menos interesante. Lo cierto es que era la primera vez que había oído ese extraño nombre, pero ¿a quién no le gusta una celebración mágica?
—¡Mamá acaba de llamar! —La voz de Jenny tronó desde el pasillo antes de que su sonrojado rostro apareciera por la puerta entreabierta de la cocina—. Brian, quiere que le lleves la caja que se ha dejado en el pasillo, la goma arábiga y el benjuí que tiene guardado en la despensa.
—¡Estupendo! ¡Me encanta Sintra! ¿Aprovechamos para dar un paseo allí? ¿Ya lo has visto, Soraya? —preguntó Nerea entusiasmada.
—No. Leí algo en internet antes de venir aquí, pero no hemos tenido ocasión de visitarla. La describen como un paraje mágico. Incluso hablan de algunas historias tenebrosas relacionadas con ritos esotéricos y satánicos en una tal Quinta da Regaleira y en los bosques. La verdad es que a mí también me haría ilusión ir.
—¡Mágico y tenebroso! Sí, sin duda, esa es una forma estupenda de describirlo —rio Nerea.
—¡Genial! Parece que ya tenemos planes para hoy —asintió Aileen—. Aunque es mejor dejar las visitas al Palacio y a Regaleira para más adelante. Le prometí a mamá que hoy me encargaría de hacer las compras y la colada.
—Vale. —Brian también parecía animado—. Tenéis quince minutos para acabar de arreglaros. ¡Ni uno más! —nos advirtió antes de salir silbando por la puerta.
Media hora después miré mi reloj con un suspiro.
—No sé por qué tiene esa manía de meternos prisas si al
final siempre es él el que llega tarde —masculló malhumora-
da Aileen.
—¿Por qué será que siempre nos acusan a nosotras de llevarnos demasiado tiempo en el baño, cuando ellos necesitan
el doble? ¡Ni siquiera puedo explicarme por qué tardan tanto
en peinarse esos tres centímetros de peluca que tienen! —coincidió Nerea.
En el momento en que Brian apareció, Aileen y Nerea se lanzaron a por él para molerlo a base de cosquillas y pellizcos.
—¡Vale! ¡Vale! ¡Lo siento! ¡Por favor, estaos quietas ya!
—¿Sabéis por qué los hombres tardan más de quince mi-
nutos cada vez que están delante de un espejo? —preguntó Nerea con un brillo pícaro en los ojos—. Es porque necesitan: cinco minutos para reconocer al hombre del reflejo, cuatro para echarle piropos, tres para acordarse del motivo por el que estaban delante del espejo, dos para «no» encontrar el sitio dónde han puesto el cepillo y un minuto para pasarse las manos por el pelo, recolocarse el paquete, sonreír al chico guapo del reflejo y decirse adiós.
—¡Dios! ¡La que me queda por aguantar hoy! —gimió Brian.
—A ver si así aprendes a no hacer esperar a las mujeres, ¡presumido! —rio Aileen propinándole un manotazo en el
hombro.
*****
Sintra era mucho más bella de lo que hubiera podido imaginar. Parecía un pueblecito de cuento de hadas rodeado por un bosque frondoso con magníficos palacios y mansiones. La tienda de Gladys se ubicaba casi en el centro del pueblo y encajaba a la perfección en ese entorno de fábula. Situada en la planta baja de un antiguo edificio, con las paredes pintadas de morado y detalles de madera y forja, tenía una apariencia tan fantástica que parecía una ilustración de un libro de los hermanos Grimm.
Todos aquellos botes y recipientes de vidrios de colores, las figuritas de hadas, duendes, velas y símbolos que estaban expuestos en el escaparate formaban un conjunto que le trasladaban a uno a través del tiempo.
El interior del comercio era similar al que tenían en Athlon.
Con estanterías recubiertas de envases y tarros de todas clases, tonalidades, formas y tamaños: botellitas de aceites esenciales, bolsitas de infusiones e inciensos… Y al igual que en Irlanda, también aquí me envolvía ese delicioso olor a dulce y especias que me hacía querer cerrar los ojos para perderme en esa atmósfera encantada. No se trataba únicamente del aroma a vainilla, canela y lavanda que te recibía nada más pasar por la puerta, sino la combinación de todos los olores que iban llegando y cambiando a medida que te movías por la tienda y que casi podían saborearse sobre la lengua: canela, jazmín blanco, sangre de dragón, pensamientos, laurel, hojas de roble…
Pasé los dedos por las estanterías a medida que recorría la tienda. Muchas de esas hierbas y flores ya las conocía. Moira me enseñó sus propiedades, incluso hicimos juntas algunas de las mezclas que Gladys tenía expuestas en las repisas, como elixires e inciensos. Todos esos potingues estaban hechos con antiguas recetas heredadas de generación en generación que, supuestamente, ayudaban a purificar el espíritu, a potenciar las energías positivas o a atraer la armonía, entre otros muchos fines no menos estrambóticos y supersticiosos.
Aunque no creía mucho en esa magia casera me alegraba haber tenido la oportunidad de aprender aquellas curiosas tradiciones con la anciana. Fue, poco más o menos, como asistir a clases de brujería. Y los resultados, a pesar de que no fueran muy efectivos, sí que resultaban muy placenteros a los sentidos —¡bueno, casi siempre!—.
El negocio de Gladys parecía estar funcionando bastante bien, a deducir por las cinco personas que esperaban a ser atendidas. Una mujer espigada, a mi lado, paseaba ansiosa su mirada de los anaqueles a Gladys y luego a los otros clientes que también estaban esperando. Con un suspiro devolvió su atención de nuevo a las estanterías. Curioseaba y cogía algún frasquito de vez en cuando, pero parecía incapaz de decidirse.
—Hay tanto donde elegir… —murmuró indecisa.
No tenía muy claro si me hablaba a mí o para ella misma.
—¿Qué está buscando?
La mujer me miró sorprendida y encogió los hombros.
—Algo natural para relajarme y olvidarme de los problemas durante un rato, pero aquí hay tantas cosas que no hay forma de aclararse.
Sonreí. Recuerdo la primera vez que entré en la tienda de Gladys en Athlon, y cómo perdí casi una hora absorta estudiando y toqueteando todos los botes.
—Apetece probarlo todo, ¿verdad? ¿Por qué no prueba con este incienso? Contiene lavanda, olíbano y pétalos de rosa. —Escogí una de las bolsitas azules de la estantería y se la enseñé—. El olor es muy agradable. La lavanda tiene propiedades reconocidas como relajante y el olíbano y los pétalos de rosa fomentan el equilibrio. Si echa unas gotitas de esta mezcla de aceites esenciales de lavanda, árbol de té y geranio en la bañera, estoy segura de que además de relajarse, acabará dejando de lado sus conflictos y encontrará la forma de verlos desde otro punto de vista. —Le mostré la botellita de aceites a la que me refería.
—Te defiendes bien con todo esto. —La mujer asintió con la cabeza—. Voy a hacerte caso. Tengo la corazonada de que
funcionará.
—¿Desea que se lo envuelva? —se ofreció atenta Aileen, que se había acercado a nosotras sin que me diera cuenta.
—Sí, gracias.
Con la llegada de varios autobuses de turistas a la plaza, al final nos quedamos echando una mano a Gladys. Apenas tu- vimos tiempo de comer un bocadillo para el almuerzo. Aileen y yo atendíamos a la clientela, Brian y Nerea se dedicaban a empaquetar las cosas y Gladys cobraba.
—¡Menos mal que habéis venido! Anoche ingresaron al marido de Constanza con un infarto cerebral. No sé qué habría hecho sin vuestra ayuda. —Gladys puso el cartel de
«cerrado» en la puerta cuando salió el último cliente—. Y tú,
Soraya… tengo que admitir que me has dejado alucinada. ¿De dónde has aprendido tanto sobre las propiedades de las plan- tas?
—Me enseñó Moira. —Encogí los hombros tratando de di- simular el calor que invadió mis mejillas ante su halago.
El haber podido serle útil y devolverle algo a cambio de todo lo que hacían por mí se sentía genial.
—¡Ah! ¡Vaya! Pues lo has hecho de maravilla. —Parpadeó sorprendida.
—Mamá, ¿voy haciendo caja? —preguntó Aileen.
—Sí, gracias, cariño. ¡Chicos, os merecéis una invitación!
—Gladys se frotó las manos—. Conozco un pequeño restaurante a dos calles de aquí. La comida es deliciosa y os encantará el ambiente típico —prometió.
Después de la cena, vagamos un rato por las empinadas callejuelas de Sintra. El aire de otra época impregnaba tanto
aquel entorno que resultaba imposible no verse transportado en el tiempo, imaginando a señoras de largos vestidos y carruajes de caballos pasando a nuestro lado.
A medida que nos acercamos a un recodo sonaron unas voces profundas y aterciopeladas manteniendo una animada
conversación en portugués. Dos de ellas eran extrañamente familiares. Un nudo se fue formando en mi estómago al anticipar el posible encuentro. En ese instante doblaron por la esquina.
Efectivamente, eran Álvaro y Fernán los que aparecieron acompañados por un tercer hombre. Este, también moreno, era tan atractivo que me habría cortado el aliento de no haber sido porque con solo oír la voz de Álvaro ya me había quedado sin aire.
Bajo la ya familiar palidez, el hombre tenía una piel de tonos oliváceos. Casanova o Juan Tenorio habrían vendido su alma al diablo por tener ese aspecto. Por sí mismos sus rasgos típicamente latinos y el brillante cabello negro habrían sido suficientes para llamar la atención de una mujer, pero a eso se añadía que sus ojos castaño oscuro eran seductores incluso sin pretenderlo. Fui incapaz de determinar su edad. Vestía de un modo formal, propio de un hombre de unos cuarenta años y su mirada reflejaba madurez y experiencia, sin embargo, obvian- do esos detalles, su tez tenía un aspecto absolutamente juvenil.
A medida que se acercaban, fueron acortando los pasos hasta detenerse frente a nosotras. A pesar de que pretendía ignorarlo, me quedé irremediablemente enganchada a la mi- rada penetrante de Álvaro. Mi corazón y mi respiración reaccionaron en consonancia. Puntos de calor se expandieron por mis mejillas. A él se le escapó una leve sonrisa, como si hubiera percibido el frenético latir de mi corazón y supiera que no era capaz de resistirme a él. De lejos, procedente de otro mundo, escuché la conversación que estaba desarrollándose a mi lado mientras yo seguía atrapada en el extraño magnetismo de los ojos grises.
—¡Gladys! ¡Es un placer tenerla de nuevo entre nosotros!
—El hombre desconocido se inclinó galantemente ante Gladys—. Mis hijos ya me habían informado de su llegada y esperaba con impaciencia ir a visitarla uno de estos días —añadió
con calidez.
—Mi querido don Manuel, tan galante como de costumbre. Sintra, sin usted, no sería la misma.
¿Don Manuel? ¿No era eso algo formal para un hombre
tan joven? ¿Y sus hijos? No se referiría a Álvaro y Fernán,
¿verdad?
—¡Ah! Pero conociéndola, sé que, más que mi visita, le alegrará descubrir lo que le he traído desde Brasil —le anunció
risueño don Manuel.
—¡Se ha acordado de mí! —La emoción de Gladys era evidente.
—Lo prometido es deuda —contestó complacido—. Veo que este año hay caras nuevas.
Parpadeé. Álvaro liberó mi mirada justo a tiempo para que yo pudiera reaccionar a la cautivadora sonrisa de don Manuel.
—Sí. Ella es Soraya. Está pasando una temporada con nosotros. —Gladys me dirigió un guiño—. Es... —Se mordió el labio.
«¿Soy qué?».
Gladys intercambió una rápida ojeada con don Manuel,
quien asintió de forma casi imperceptible, como si respondiera a sus pensamientos. ¿Qué me había perdido esta vez? ¿Me estaría volviendo neurótica?
—Encantado de conocerte, Soraya. Los amigos de los O´Connaly cuentan también con la amistad de los Mendoza —aseguró con gentileza—. Aunque me da la impresión de que en tu caso
se trata de mucho más que eso. —Me estudió con aire pensativo antes de girarse hacia Gladys. De nuevo sentí esa insólita corriente entre ellos. De repente, su semblante se iluminó sonriéndome—. Realmente sería un placer poder conocerte algo mejor.
Quizás, uno de estos días, aceptéis una invitación a tomar café.
Me encantaría que pudiésemos charlar un rato.
La boca abierta y las cejas alzadas de Gladys me indicaron que estaba tan asombrada como los demás —incluido Álvaro,
que había dejado de sonreír y ahora fruncía el ceño—.
—Bien. Es hora de irnos. El temperamento de Lucía puede resultar temible cuando se la hace esperar —se disculpó don
Manuel con una mueca de resignación.
—Ha sido un placer verle, don Manuel, y por favor no dude en hacerme una visita a la tienda en cuanto pueda. Estoy deseando ver lo que me ha traído de su patria. —Los labios de Gladys se estiraron en una sonrisa traviesa.
Nos despedimos. Todos excepto Álvaro, quien se limitó a un breve y adusto ademán con la cabeza antes de darnos la espalda con el entrecejo fruncido.
Regresamos a Cascáis ya bien entrada la noche. Gladys se había desviado a hacer una visita a su socia Constanza, mientras nosotros regresábamos en el viejo Seat de Brian. Mirando por la ventana, yo seguía dándole vueltas a la actitud chocante de Álvaro al despedirse, pero por más que repasé todo lo sucedido no conseguía explicarme aquel cambio tan drástico.
¿Era siempre así de raro o solo lo era conmigo?
Algo en la penumbra captó mi atención. ¡Qué diantres…!
Enfoqué mi vista en la zona levemente iluminada por los faros del coche. En mitad de la carretera cruzó un individuo de complexión desgarbada y rostro agraciado. Con su cabello largo y aquella blusa ancha y suelta, que alguna vez debió ser de color blanco, encajaba en el fantástico entorno de los bosques de Sintra casi como si acabara de escaparse de una leyenda medieval. Ni siquiera echó un vistazo en nuestra dirección mientras seguía impasible su camino por el estrecho arcén.
—¡Tiene mandanga ese tipo! —Resoplé indignada justo
cuando el hombre pasó a nuestro lado y volvió a sumergirse en el bosque—. ¿Cómo puede ir alguien por una carretera de noche sin tomar ni las más mínimas precauciones?
El coche serpenteó y Brian redujo inmediatamente la velocidad inspeccionando la negrura exterior.
—¡Echa cuenta, Brian! —advirtió Aileen con voz chillona
lanzándole una nerviosa ojeada de advertencia a través del espejo retrovisor.
Brian asintió inquieto. El estruendoso derrape de un descapotable rojo, que emergió flechado de un sendero apenas
visible entre la arboleda, nos cortó el aliento de golpe. Brian frenó en seco. Si no hubiera sido por los cinturones de seguridad nos habríamos estampado contra la luna delantera del coche. El del deportivo ni se inmutó. Tocando el claxon con energía siguió su ruta acompañado de una estela sonora de música rap. Brian condujo el coche hasta el arcén y paró.
—¿Estáis bien? —Su voz temblaba tanto como sus manos al volante cuando nos miró por encima del hombro.
Nerea, Aileen y yo nos encontrábamos mudas por la impresión. Yo apenas pude asentir.
—¡Dios mío! Apenas unos segundos antes y se hubiera llevado por delante a ese pobre hombre —musité en cuanto recuperé algo la compostura y me percaté de lo que podía haber pasado.
Las primas me lanzaron una mirada estupefacta y Brian dirigió sus ojos al frente, hacia las sombras.
—Sí, ha sido cuestión de segundos —afirmó ausente.
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Con el eclipse a punto de ocurrir, las tres figuras encapuchadas se posicionaron frente a mí. La Suma Sacerdotisa inició los cánticos en su hermosa lengua, en tanto el hombre que sostenía mi frágil vida en sus manos permanecía observándome con los ojos entrecerrados y los labios apretados en una fina línea…
El Ritual había comenzado.