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RITUAL: Amuleto de Gaia
Los latidos de mi corazón eran tan fuertes que temía que retumbaran en las paredes del claustro delatando mi terror a las oscuras siluetas que acechaban desde las alturas. Tendida sobre el altar del sacrificio inhalé con fuerza, cerré los ojos, e intenté evocar recuerdos que me permitieran olvidar el horror al que tenía que enfrentarme.
«Cuando uno de mi especie ama, lo hace con una intensidad de la que ningún ser humano es capaz», recordé la pasión en su voz y las llamas en sus pupilas cuando me susurró las palabras al oído. Me estremecí. Había cumplido su promesa… hasta hoy. Ahora, sin embargo, me asaltaban las dudas. ¿Cómo reaccionaría cuando descubriera la verdad?, ¿cuándo desentrañara el fraude sobre mi identidad? ¿Se mantendría la fortaleza de sus sentimientos?
Con el eclipse a punto de ocurrir, las tres figuras encapuchadas se posicionaron frente a mí. La Suma Sacerdotisa inició los cánticos en su hermosa lengua, en tanto el hombre que sostenía mi frágil vida en sus manos permanecía observándome con los ojos entrecerrados y los labios apretados en una fina línea…
El Ritual había comenzado.
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Ritual: Amuleto de Gaia
Género: Romance Paranormal
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CAPÍTULO V
Me recreé en cómo el agua tibia me acariciaba los tobillos y cómo iba hundiéndome a cada paso en la
aterciopelada arena. La luna llena alumbraba tenuemente la playa, trazando un sendero luminoso sobre
la serena superficie marina, y las fa- rolas del paseo marítimo me daban la sensación de seguridad y
cobijo que me permitía pasear a solas por la orilla.
De vez en cuando me cruzaba con algunos pescadores nocturnos. Se les veía de lejos por las diminutas
lucecitas azules suspendidas de forma misteriosa en el aire, que no eran otra cosa que la punta de sus
cañas.
A medida que llegaba al final del paseo y de la parte iluminada, sabía que debía darme la vuelta pero el
placer de tener aquel trocito de orilla para mí sola y aquella inmensa tranquilidad me tenían prendida.
Suspiré con pesadez. «Solo un poco más», me propuse,
«solo hasta aquellas sombrillas de paja». No me apetecía regresar aún a la caleta, necesitaba mi espacio
para reflexionar y calmar esa intranquilidad que me perseguía desde nuestro accidentado retorno de
Sintra.
Durante el camino a casa, después del incidente, había reinado un ambiente tenso y apagado en el
coche. Nadie hizo ni el más mínimo comentario acerca de lo que podría haber sido un accidente mortal.
Precisamente eso era lo que tantome llamaba la atención y me tenía preocupada. Todos lo habían
ignorado, como si nunca hubiera pasado.
No era normal, al menos no desde mi punto de vista. ¿No deberían haberse quejado, criticado,
maldecido o insultado al del deportivo rojo? «No sé. ¡Algo!». Pero nada, nadie dijo nada. Brian puso el
coche en marcha y siguió el camino de regreso sin hacer ningún tipo de declaración. Ni siquiera Aileen
ni Nerea, que habitualmente no se callaban ni bajo agua, profirieron el más mínimo sonido. Solo
aquellas extrañas caras descompuestas y ausentes señalaban que algo ocurría.
En el apartamento tampoco se volvió a mencionar el tema y eso que había pasado un día completo. Yo únicamente podía cruzar los dedos y esperar que esa ausencia de reacciones se debiera a la impresión del «casi» accidente y a algún mecanismo psicológico de autoprotección mental; sin embargo, en mi interior crecía el temor a una posibilidad muy distinta.
Apenas me encontraba a treinta pasos de los paraguas de paja cuando reconocí una sombra apoyada sobre uno de los postes. La oscura silueta, con aquella pasmosa tranquilidad e indiferencia y las manos metidas en los bolsillos, me resultaba familiar. «¡Álvaro!».
La arena mojada cubrió mis pies cuando frené de golpe. Tomé una fuerte bocanada de aire. La figura salió de su introspección y alzó la cabeza. Nuestras miradas se encontraron durante unos instantes infinitos en los que ambos permanecimos inertes. Sus ojos mantenían aquel enigmático centelleo que seguía sin resolver, pero al reconocerme apareció una ex- presión cálida que me llenó desde dentro. Di un paso en su dirección, pero Álvaro se puso repentinamente rígido y desvió su vista hacia el agua. Mi aliento se cortó cuando seguí la dirección de su mirada.
Lo que salía de entre las olas era la personificación de una sirena. A medida que emergía con sensuales movimientos del agua, la luna envolvía su cuerpo, completamente desnudo, en un halo brillante. Era de una belleza y perfección irreales.
El resplandor aterciopelado que le proporcionaba aquella tenue luz sobre la piel húmeda la convertía en una ensoñación. Incluso su pelo rubio platino relucía ahora como oro, envolviéndola como a un ser mitológico. Sus ojos, su prometedora sonrisa, su cuerpo… componían un todo seductor destinados en exclusiva a Álvaro, como si no existiera nada más aparte de él. Cuando ella llegó a su destino, alzó los brazos hasta el cuello masculino, pegando aquella perfección en toda su ex- tensión a él. Álvaro me dirigió una mirada indescifrable por encima del hombro de la chica.
Mi mente reaccionó de improviso, ordenándole a mis paralizadas extremidades que huyeran, que se largaran lo más lejos posible de aquella escena y de la humillación que sentía. Dando un brusco giro, salí disparada a trompicones por la arena. Al principio fueron pasos acelerados pero pronto acabé corriendo todo lo que pude.
Lo que antes había sido un paseo de placer, se convirtió repentinamente en una carrera de obstáculos en la que la arena trataba de retenerme. Las fuertes punzadas que provenían de mis gemelos sobrecargados del esfuerzo dolían. Mis pulmones parecían quejarse a gritos de que no daban abasto para conseguir aire. Los ignoré. No quería parar. Algo me empujaba a alejarme de aquella escena todo lo que pudiera. Me sentía como en una de esas pesadillas en las que uno quiere huir de algo pero, por mucho que lo intenta, no consigue avanzar. Al final, extenuada, conseguí subir al paseo marítimo, dando gracias por pisar por fin suelo firme.
Invadida por la imagen de la pareja perfecta y dominada por extrañas sensaciones, apenas echaba cuenta a las mira- das curiosas y compasivas que me dirigían los viandantes. Sí, imagino que debía de estar proyectando una imagen lastimosa con mi melena revuelta por el viento, sudando y con las lágrimas corriendo por las mejillas, pero estaba demasiado abrumada por mis propias emociones como para que eso me importara.
¿Por qué estaba reaccionando de aquella forma tan exagerada por ver a la rubia playboy con Álvaro? Al fin y al cabo, no existía nada entre nosotros. Únicamente habíamos compartido algunas miraditas y algunas sonrisas. Me gustaba, vale, ¿y?
La vocecita cotilla en mi mente se rio de mí. Verlos juntos me recordó mi lugar de la forma más humillante posible. No sé de dónde había sacado la idea de que yo le gustaba a Álvaro, que aquellas miradas habían significado algo y que él sentía el mismo cosquilleo en sus entrañas que yo sentía cuando me encontraba cerca de él. Obviamente había sido todo un producto de mi imaginación, pero ese no era el problema. Salí corriendo como una tonta, así, sin más. ¿Cómo pude cometer semejan- te estupidez? ¿Cuánto no se estarían riendo ahora de mí? Si hubiera podido me habría escondido en la cama y tapado la cabeza bajo varias capas de sábanas. ¿Cómo de adulto era eso?
No suelo ser así. Quizás fuera la falta de sueño, que todo lo que pasó anoche me estuviera pasando factura o puede que fuera uno de esos momentos en los que una simplemente se viene abajo… No tenía ni idea de por qué salí corriendo de una forma tan tonta ni por qué seguía con ganas de llorar. Lo que sí tenía claro era que acababa de hacer un ridículo espantoso y que necesitaba controlar mis emociones. No podía regresar de esta forma ni a la caleta ni al apartamento. No sería justo hacer que Aileen y su familia se preocuparan por mí porque yo tuviera ganas de esconder la cabeza como un avestruz.
Me paré a secarme las lágrimas y sonarme la nariz. Lo único racional que podía hacer era buscar un baño con espejo, arreglarme y regresar a la caleta. Con un poco de suerte, Álvaro y su rubia platino no irían esta noche allí, y si iban… sobreviviría. Peor sería esconderme y hacer un ridículo todavía mayor.
Al llegar a la caleta, Aileen y Nerea parecían ser las únicas en haberse percatado de mi ausencia. Ambas me observaron
con atención, aunque para mi alivio no hicieron preguntas. Aileen me dio un cariñoso abrazo y me llevó hasta la fogata donde Nerea inmediatamente me apretó un vaso de refresco entre las manos. Se sentaron a mi lado e intentaron incluirme en las conversaciones, pasando por alto de un modo muy conveniente mi mutismo.
La rubia platino fue la primera que llegó a la caleta. Precedía con rostro triunfal a Álvaro, que la seguía a apenas unos pasos con el entrecejo fruncido. Como era de esperar, me llegó la mirada de burla y triunfo desde los ojos azules de la sirena, delatándome que había visto mi patética huida. Sacando fuerzas de donde no las tenía, alcé una ceja y luego la ignoré.
A Álvaro evité mirarlo con todas mis fuerzas, lo que no significaba que no estuviera pendiente de él en todo momento. Desde mi visión periférica percibí como ocupaba su lugar preferido con aquella típica pose apoyada en la roca, aunque esta vez permanecía con los brazos cruzados en el pecho. Su escrutinio me quemaba, pero me negué a dejar que se me no- tara.
La noche se hizo eterna. Intenté aparentar que participaba en los juegos y charlas, pero en el fondo únicamente deseaba largarme de allí. Cuando, ya de madrugada, el número de los presentes se había reducido y Claudio comenzó a tocar melancólicas canciones de fado me sentí desbordada. Me limité a centrar mi visión en el bailoteo de las llamas y a desconectarme del mundo.
Me devolvió a la realidad una mano fuerte y templada,
que tiró de la mía con firmeza.
—Quiero hablar contigo —me informó Álvaro con determinación cuando alcé sobresaltada el rostro hacia él.
Tratando de mantener el nerviosismo a raya, lo acompañé.
No se me ocurría qué podía querer ahora de mí. ¿Estaría enfadado por haber interrumpido su escenita con la rubia? ¿Y qué pretendía que hiciera a estas alturas? No es como si hubiese sido un placer presenciarlo.
No me liberó la mano hasta que quedamos fuera del alcance de las miradas curiosas. Solté un jadeo sobresaltado cuando me cogió por la cintura y me elevó con facilidad para sentarme encima de una roca. Nuestros rostros quedaron al mismo nivel. Se alejó de mí y se pasó la mano por el pelo. Parecía incómodo, nervioso, como si no estuviera seguro de cómo empezar con lo que tenía que decirme.
—Si esto es por lo de antes, lo siento. No tenía intención de jorobarte la diversión. Yo solo estaba dando un paseo. Ni siquiera me di cuenta de que tu chica también estaba allí —me disculpé intentando adelantarme a su reproche o disculpa o lo que fuera que pretendiera decirme—. Por supuesto que no voy a comentarle nada a nadie. Es algo que pertenece a vuestra intimidad y yo no soy quién para difundirlo.
Álvaro se cruzó de brazos y alzó una ceja.
—¿De veras? —Carcajeó secamente—. ¿Crees que me importa un carajo lo que la gente pueda pensar sobre Eva y yo?
—¿Entonces…? —Lo miré boquiabierta. ¿Para qué me había traído?
Él volvió a pasarse la mano por el cabello revuelto soltando
un pesado suspiro.
—No es por Eva por lo que estoy aquí —contestó al fin. Alargó una mano para acariciarme la mejilla—. Soraya… No soy un santo, nunca lo he sido y dudo mucho que eso cambie en el futuro. —Me puso un dedo sobre los labios para acallarme—. No voy a negar que he disfrutado antes de Eva, al igual que de otras muchas, demasiadas… —Hizo una mueca como si le disgustara haber llevado la conversación a ese terreno.
—¿Por qué me cuentas todo eso? —Intenté aparentar indiferencia y esconder el escozor que eso causaba—. No hay nada entre nosotros, ni siquiera somos amigos.
—¿Ah no? —preguntó con aire sarcástico—. ¿De veras no hay nada entre nosotros?
¿Estaba insinuando que sí lo había? Mi corazón dio un respingo.
—Yo tenía la impresión de todo lo contrario. —Su voz se había suavizado, aunque contenía una leve nota de peligro.
¡Que imagen tan lamentable debía de estar ofreciéndole ahora mismo! Estaba allí sentada, observándole con la boca abierta y sin saber qué decir. Se acercó otro paso más a mí, lentamente, evaluando mi reacción a cada centímetro que se acortaba la distancia entre nosotros. Sus largos dedos trazaron el contorno de mi mandíbula y siguieron con delicadeza su camino por mi garganta, hasta el inicio de mi escote, donde se hacía evidente mi agitada respiración. Sonrió complacido y acercó sus labios a los míos, sin rozarlos, esperando mi reacción.
¡No podía! ¡No había forma humana de resistirse a aquella tentación! Su aliento acariciaba mi piel, sus labios estaban tan cerca que casi los podía saborear. Aquellos ojos grises anulaban cualquier resquicio racional que aún me quedaba, incluyendo las vocecitas que me advertían que no lo hiciera.
Sin despegar mi mirada de la suya, recorrí el diminuto espacio que nos separaba. Al principio el beso fue tímido, suave. Él apenas respondió, como si pretendiera demostrar que era yo quien lo deseaba, pero a medida que el calor se extendía por mi cuerpo y mi anhelo de él crecía, mis besos se tornaron más urgentes. Cuando lo sujeté por la nuca para acercarlo más a mí, su paciencia pareció llegar a su límite. Con un suave gruñido de placer tomó la iniciativa, entrelazando su lengua con la mía. Me apretó a él, provocándome un estremecimiento cuando su duro cuerpo me delató que me deseaba tanto como yo a él.
Tirándome con suavidad del pelo me echó la cabeza atrás. Sus labios recorrieron hambrientos mi mandíbula, hasta el hueco de mi cuello, dónde, después de una larga aspiración, sentí el suave raspado de sus dientes al abrir la boca. Se detuvo de golpe y se apartó de mí, dándome la espalda.
Parpadeé. ¿Qué había pasado? ¿No lo había disfrutado tanto como yo? ¿Sería por la rubia? Un bochornoso calor se extendió por mis mejillas.
—Tienes el poder de hacerme olvidar todas mis buenas intenciones —confesó girándose hacia mí con una sonrisa avergonzada y un brillo de cautela en los ojos—. No es para seducirte para lo que te he traído hasta aquí. No puedo estar contigo —declaró serio—. Aunque no te quepa la menor duda de que si pudiera habría hecho lo posible por conocerte mejor
—añadió alzándome la barbilla con suavidad, obligándome a mirarlo a los ojos.
—¿Por qué…?
No me dejó terminar.
—Sé que suena a excusa vana, pero no puedo explicártelo.
—Su voz se resquebrajó—. Simplemente no puedo —susurró.
—Entonces, ¿para qué diantres me has traído hasta aquí?
—Resoplé airada—. ¿Qué pretendes exactamente? ¿Burlarte de mí para inflar tu ego?
—¡No! ¡Maldita sea! —profirió entre dientes—. ¡No eres tonta! Sabes perfectamente que me atraes, igual que yo a ti.
—Inspiró con fuerza—. Te vi cuando observaste la escena con Eva. Sé que te molestó y he sentido tu decepción toda la noche.
Simplemente quería que supieras que no pasó nada. —Deslizó con suavidad un dedo por mis labios y continuó con un murmullo—. Aunque sé que no lo entiendes, no me gusta la idea de que yo pueda causarte sufrimiento. Necesito que me creas y que comprendas que no tengo intención de que vuelva a pasar nada con Eva… Al menos, mientras tú sigas aquí… No, mientras pueda hacerte daño —agregó mirándome fijamente, como si estuviera ansioso por que lo creyera.
—No entiendo de qué va esto —repuse confundida.
Él sonrió con tristeza y acercó sus labios exigentes a los míos, borrando cualquier resquicio de pregunta, de pensamiento en
general, de mi mente.
Nos separamos sobresaltados cuando un furioso chillido resonó a las espaldas de Álvaro. Mi vello se puso de punta
ante los ojos llenos de odio de Eva, que nos acechaban desde la oscuridad. Noté la tensión de Álvaro, pero no despegó la mano de mi brazo mientras le dirigía una mirada de concentrada advertencia a la rubia.
—¡Lárgate!
Me encogí ante la frialdad de Álvaro cuando se interpuso amenazadoramente entre nosotras, pero aún más ante el siseo
trastornado con el que respondió Eva. Pasaron unos segundos interminables en los que por la rigidez de él pensé que se
iban a enzarzar en una pelea. Cuando ví cómo Eva se marchaba con airados pisotones en dirección a las hogueras, respiré
aliviada.
Álvaro se volvió despacio, con el ceño aún fruncido.
—Yo… Lo siento. No pretendía causarte problemas con ella. —No se me ocurrió otra cosa que decir.
Él enarcó una ceja, pero la tensión desapareció.
—¿Cómo no me habré percatado hasta ahora que me hipnotizaste para traerme hasta aquí? Debes de ser una criatura realmente maligna para seducirme en contra de mi voluntad—respondió con divertida ironía. Algo más serio, continuó—:
No te dejes intimidar por Eva. No puede hacerte nada, siempre que tú no se lo permitas. —Me retiró un mechón de la frente—. Es mejor que regresemos —decidió dirigiendo un preocupado vistazo a la dirección que había tomado Eva.
Depositando un último beso detrás de mi oreja, me tomó de la mano para retornar a las hogueras. Aunque ninguno de
los dos intentó sacar un tema de conversación, tampoco nos dimos prisa por llegar a nuestro destino.
Tan pronto como llegamos a la zona iluminada me soltó.
Cinco pares de ojos curiosos y uno lleno de odio nos recibieron cuando él me dejó cerca de mis amigos. Luego se alejó para sentarse en otro sitio, no sin antes dirigirme una última y profunda mirada. Aileen y Nerea tampoco me formularon ninguna pregunta en esta ocasión y Lea, Karima y Fernán disimularon rápidamente el interés y la extrañeza de sus rostros.
Álvaro no volvió a acercarse a mí durante el resto de la noche, aunque tampoco dejó que olvidara su presencia. Sus miradas me atrapaban, derritiéndome como si fueran llamas.
¿Cómo podía pretender que no hubiera nada más entre nosotros?
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Con el eclipse a punto de ocurrir, las tres figuras encapuchadas se posicionaron frente a mí. La Suma Sacerdotisa inició los cánticos en su hermosa lengua, en tanto el hombre que sostenía mi frágil vida en sus manos permanecía observándome con los ojos entrecerrados y los labios apretados en una fina línea…
El Ritual había comenzado.