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PLAYBOY x Herencia

¿Puede pasarte algo peor que descubrir que tu pareja es un capullo infiel que te ha estado engañando? ¿Qué tal encontrarte sola, sin ingresos y con un par de bebés que vienen de fábrica con baterías recargables?
¿Lo empeoramos?

Recibes en herencia una propiedad de la que no te puedes deshacer, porque la ocupa un gruñón vagabundo que es tan guapo que podrías venderle entradas al enjambre de mujeres que revolotean a su alrededor para ligar con él.
¿Aún necesitas más?

Pues espera a descubrir que además de un playboy de pacotilla, has heredado un montón de bichos cabezones, traviesos y adorables y a tres viejas locas alcahuetas cuya única diversión en la vida parece ser meterse en la tuya.


Bienvenid@ a la vida de Noelia... o lo que será tu vida a partir de ahora.
 

Si te gustó Playboy x contrato, éste nuevo libro te encantará.

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PLAYBOY x Herencia

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Advertencias:

1. Se trata de un libro independiente. No es necesario haber leído previamente Playboy x contrato.

2. Leer este libro en público puede conllevar serias consecuencias. La autora no se hace responsable de sofocos, episodios de vergüenza ajena o que la gente te tome por loca si te ríes a solas.

3. Es un libro de Noa Xireau, pueden darse, y de hecho se dan, bruscas subidas de temperatura en algunas escenas.

 

Nota de la autora: Este libro contiene una historia sencilla, cuyas únicas pretensiones son hacerte pasar un rato divertido y relajado y, por supuesto, inducirte a soñar. Es perfecto para esos momentos en los que lo único que quieres es distraerte un poco de la realidad.

Como siempre, te recuerdo que puedes leer los capítulos gratuitos que te ofrece Amazon, antes de decidir si te interesa o no. De hecho, te agradecería que lo hicieras. Escribo en diferentes géneros y que un libro mío te haya gustado no significa que éste lo haga. Una de mis mayores alegrías como escritora es saber que las lectoras han disfrutado con mis obras.
 

Espero de corazón que esta historia consiga hacerte reír, soñar y atraparte hasta el final.
 

Noa Xireau.

CAPITULO I

Tener mellizos es mágico y maravilloso… Hasta que los tienes y te quedas tirada a solas con ellos, sin trabajo, sin hogar y sin nadie a quien acudir.


—Daniel, por favor, ¡para ya, por Dios! —Los ojos de Noelia se abrieron como platos al devolver la vista a la carretera y toparse de frente con una intensa luz que crecía y se dirigía directa hacia ellos con un estremecedor tronido.
Con un volantazo se salió al estrecho arcén y, frenó t
an fuerte, que casi tocó con la nariz la luna delantera. Justo a tiempo consiguió dar otro giro y evitó que el pequeño Seat Ibiza se volcara en la cuneta. Una rueda terminó suspendida en el aire dejando el coche inclinado hacia un lado, mientras que el camión con el que había estado a punto de chocar se perdió en la distancia con un largo bocinazo. Un temblor frío la recorrió robándole la poca energía que le quedaba.
¡Dios, le había faltado un pelo! Apoyó la frente sobre el desgastado cuero del volante y trató con las pocas fuerzas que le quedaban de no romper a llorar. Su cuerpo entero parecía haberse convertido en una gelatina sin consistencia. ¡Había estado a punto de matarlos a todos!
Con una mirada sobre el hombro, comprobó que Daniel y Emma se encontraban bien. Se desabrochó el cinturón de seguridad y tomó otro par de inspiraciones antes de arrodillarse sobre el asiento y estirarse hasta el trasero para revisar a los mellizos.


¿Qué había hecho? Tenía que haber buscado alojamiento en alguno de los hostales que había pasado por la autopista, pero no, su única obsesión había sido llegar a la casa de su tía Berta y dejar atrás la pesadilla de aquella mañana. Como si llegar a un edificio abandonado fuera a borrar lo sucedido con Pau. Se habría reído de su propia estupidez si le hubieran quedado ánimos.


Con el desconsolado llanto de Daniel, el silencio en el coche acabó tan bruscamente como había empezado.
—Cielo, ya estamos a punto de llegar —trató de consolarse más a sí misma que a él. También Emma regresó a su gimoteo largo y continuado que, no por ser más bajo, resultaba menos irritante que los gritos a pleno pulmón de su hermano.


Noelia se limpió las lágrimas que se le habían escapado y se apartó algunos mechones sueltos de la cara en un tonto intento por recomponerse. Con una profunda inspiración se armó de valor para salir y estudiar la situación del coche. Se frotó los brazos mientras lo rodeaba y le echó una desconfiada ojeada a las sombras de los árboles que lindaban con el arcén. Rezó para que no le salieran vampiros, algún fantasma extraviado que tuviera ganas de divertirse a su costa o el terrorífico Freddy Krueger, con su camiseta de rayas y su guante con garras. Para rematar la faena, ¿tenía que ser precisamente viernes trece? Le bastó comprobar que podía retroceder sin problema con el coche antes de regresar apresurada al otro lado, montarse, ponerles el chupete a Daniel y Emma —que, tal y como lo tomaron, volvieron a escupirlo—, y ajustarse el cinturón de seguridad.


No pensaba quedarse allí. Entre la banda sonora de terror con la que amenizaban los mellizos y la incógnita de lo que podía saltarle encima desde aquellos oscuros arbustos deformes, no tenía el menor reparo en admitir que era una cagueta. Giró la llave del viejo Ibiza.


—¡Por favor, Dios mío! ¡Por favor, por favor…! —Abrió los párpados en cuanto sonó el ronroneo áspero del motor.
Aquella era una más de la infinita lista de locuras que había cometido ese día. ¿Cómo se le había ocurrido emprender un viaje tan largo sin llevar aquel viejo trasto a que le realizaran primero una revisión? Había tenido suerte de que no la hubiera dejado tirada en cualquier sitio de mala muerte.


Retuvo la respiración al meter la marcha atrás. Podía sentir hasta los latidos de su corazón cuando la rueda comenzó a patinar.


—Vamos, bonito, tú puedes. No me dejes colgada ahora —murmuró con el estómago encogido—. ¡Bien!
Cambió de marcha y aceleró. Tenía que llegar a la casa de su tía, o al menos a un aparcamiento de una zona transitada. Hubiera hecho cualquier cosa por conseguir que los bebés se calmaran. Pero sacarse las tetas de noche en una carretera solitaria mientras vigilaba las tenebrosas siluetas a su alrededor y se preguntaba si habría algo acechando entre ellas, solo serviría para que se le cortara la leche. 


—Unos minutos más y seguro que ya aparecen las luces del pueblo —comentó en alto, más para consolarse a sí misma que a los críos, que seguían compitiendo por ver cuál de los dos lograba hacer el gimoteo más chirriante.
Oscuridad. Eso era lo único que había allí. Así era justo como debía de sentirse la protagonista de una película de terror. Si no hubiera visto la señal a la salida de la autopista indicándole que distaban cuatro kilómetros y medio hasta Castilleja del Alcor, seguro que hubiera dado la vuelta, pero el pueblo debería aparecer tras cualquiera de las siguientes curvas. Apenas podían quedar más de cuatro o cinco minutos, aunque incluso ese puñado de tiempo, se le hacía un mundo cuando le temblaban hasta las raíces del cabello y los mellizos no paraban de recordarle lo mala madre que era.
Maldijo su solemne estupidez. Aunque había salido de forma precipitada y con apenas tiempo de hacer las maletas, tenía que haber aprovechado la parada durante el almuerzo para haberse metido en alguna página de reservas de alojamientos. ¿Cómo se le había ocurrido que podía hacer los mil kilómetros de un tirón viajando a solas con dos enanos inquietos a punto de cumplir el año? ¿Y de qué iba a servirle ahorrarse el dinero del alojamiento si no llegaban de una pieza a su destino?


Haciendo de tripas corazón comenzó a cantar en voz alta. Si no ayudaba para calmarlos a ellos, al menos le serviría a ella para que no se le cerrasen los párpados. Habría abierto la ventanilla si no hubiera temido que el aire frío pudiera enfermar a los pequeños. ¡Joder! ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado? Subió el volumen de su voz para superar el de los gritos y llantos.


Acababa de dejar a Pau y ya lo echaba de menos. No es que le hubiera quitado mucho trabajo con los mellizos, pero al menos conseguía tranquilizarlos cuando ella había alcanzado su límite. ¿Habría cometido un error al marcharse? Sí, era un cabrón infiel, egocéntrico y desconsiderado, pero con él no tenía que preocuparse de dónde iba a sacar el dinero para pasar las próximas semanas, ni de si podría comprarle a Emma las carísimas cremas que necesitaba para su dermatitis. También podía descansar de vez en cuando de los niños, aunque fuera para ir a colgar la ropa sin preocuparse de si estarían bien. ¿No valía eso mucho más que tener que aguantar los cuernos? Un rápido vistazo al móvil le reveló que el muy cabrón ni siquiera se había dignado a enviarle un mensaje para preguntarle a dónde estaba o a dónde iba. Una simple disculpa y probablemente se habría girado para regresar a Barcelona en ese mismo instante, pero no, eso era pedirle demasiado al gran Pau. Se le escapó un sollozo. ¿Cómo había llegado a una situación en la que permanecer con un hijo de puta infiel era su mejor opción?


Jadeó y sus pulmones se vaciaron cuando los faros iluminaron una señal al lado del arcén, que indicaba con letras claras «Castilleja de los Alcores» y, justo después de la siguiente curva, encontró alguna que otra casa aislada con las luces encendidas.


¡Lo había logrado!¡Había llegado! Le bastaba encontrar la dirección y con un poco de suerte su odisea habría terminado. Al menos por aquella noche.


A medida que fue adentrándose en el pueblo, intentó en vano recordar si le sonaba alguna de aquellas calles. No lo hacían. Posiblemente se debía a que la última vez que lo había visitado apenas había cumplido catorce años y que ni su madre ni su tía Berta eran proclives a salir de su barrio por la noche, o tal vez fuera porque los sitios se veían diferentes desde la perspectiva de un conductor. Paró en el solitario aparcamiento de un pequeño supermercado y programó el móvil con la calle y el número. Lo único de lo que estaba segura era de que la casa se encontraba cerca de las afueras y que poseía unas preciosas vallas blancas y un enorme roble en el frente.


Siguió las indicaciones del navegador al pie de la letra, solo para acabar callejeando en círculos. Cuando estaba a punto de lanzar el móvil por la ventana, al fin la divisó. La vieja casa estaba igual de encantadora y acogedora como la recordaba, como si su tía Berta fuera a salir de un momento a otro a recibirla con su enorme sonrisa y envolverla con un abrazo. Sus ojos se humedecieron y, nada más aparcar frente a ella, Noelia se inclinó sobre el volante y liberó las lágrimas que no había podido soltar durante las últimas doce horas. Emma y Daniel seguían gimoteando en el asiento trasero, pero, por más que lo intentara, fue incapaz de dejar de llorar.


Alzó la cabeza con un respingo sobresaltado ante un leve golpeteo en la ventana. Limpiándose apresurada las mejillas y la nariz, acabó encontrándose con los ojos preocupados de una anciana con el pelo teñido de un fosforescente tono azulado.


Noelia bajó la ventanilla.


—¿Sí?
La mujer le sonrió.
—¡Hola! ¿Tú eres Noelia?
—Sí. —Avergonzada buscó unos pañuelos de papel en la guantera, se sonó la nariz y se secó los ojos.
—¡Por fin! Ya nos tenías preocupadas. ¡Sofía, Flor! ¡Están aquí! —gritó en dirección a la casa—. Soy Marina, perdona por no haberme presentado antes. No te haces una idea de lo que me alegro de que hayáis llegado. Si Berta… —Se detuvo con brusquedad y se mordió los labios.


Noelia asintió y sonrió, aunque estaba segura de que lo que iba a ver la pobre mujer reflejada en su cara era una mueca desfigurada. A ella también le resultaba inconcebible que su tía Berta ya no estuviera y eso era algo que la hacía sentir inmensamente sola.


—Estoy encantada de conocerla y siento la tardanza. He tenido que hacer varias paradas para atender a mis hijos —se disculpó con la mujer, a la que conocía de poco más que algunas llamadas de teléfono, pero con respecto a la cual no tenía ni la menor duda de que iba a caerle bien.


—¡Ni se te ocurra hablarme de usted! No soy tan vieja. Y mejor ten cuidado con Sofía, porque esa se convierte en un dragón capaz de arrancarte la cabeza como le recuerdes que tiene edad para ser una señora. Adoro echarle en cara que tiene tres años más que yo —confesó Marina con un guiño pícaro.


—¿Ni se ha bajado aún del coche y ya le estás metiendo miedo? ¡Vergüenza te debería de dar, vieja loca! —El rostro de la mujer espigada que se acercó al coche tenía una ceja arqueada, pero el brillo en sus ojos era divertido, lo que consiguió que Noelia se relajara.


—¡Ains, tiene razón! ¡Ni siquiera te he dejado bajar del coche!


—¡Y seguirá sin poder hacerlo si no quitas tu gordo culo de en medio, Marina Montoya! —replicó Sofía antes de que Noelia pudiera abrir la boca.


—Tengo un trasero con curvas. —Marina se apartó apresurada del coche—. ¡Y a mucha honra, vieja cacatúa!
—No les eches cuenta a ninguna de las dos. Lo mejor es ignorarlas y que sigan con lo suyo. Te lo dice una que sabe de lo que habla —le aconsejó una señora pequeña con cara de madraza que apareció detrás de Sofía y que simplemente la empujó a un lado embutiéndose entre las dos para abrirle a Noelia la puerta—. Soy Flor y, cuando estas dos viejas chochas te amenacen con volverte loca, basta con que me lo digas y yo me ocupo de ellas.
Noelia se hubiera reído de no seguir con el corazón encogido.


—Gracias.


Flor miró el asiento trasero y tocó las palmas.


—¡Mirad a esas dos preciosidades!
—¿No deberías sacar a los niños del coche? No parecen muy felices. —Sofía estiró el cuello para mirar por encima del hombro de Flor y arrugó la nariz, como si, en vez de a los mellizos, estuviera viendo a algún tipo de criatura de dos cabezas.


Sin poder evitarlo, Noelia sollozó de nuevo, abochornada por su falta de compostura.


—¡Mira lo que has hecho, Sofía! En lugar de soltar lo que piensas podrías ayudar a cogerlos —la acusó Marina.
—Es un coche de dos puertas. No puedo hacer nada hasta que no salga la madre —replicó Sofía algo molesta.
—Es un coche de tres puertas, no seas cateta —espetó Marina.
Sofía frunció el ceño.
—Yo solo veo dos. ¿Me puedes decir dónde está la tercera?
—Es el portamaletas.
—El portamaletas no es una puerta, es un portamaletas, el propio nombre lo dice.
—¡Vale, lo que tú digas! —Marina entornó los ojos.
—¡Marina, Sofía, dejad de discutir! ¡Mirad lo que habéis conseguido! Ya está llorando otra vez. ¡Oye, pero no llores, cielo! Ya estás aquí y todo va a salir bien. Nosotras nos encargaremos de que así sea —aseguró Flor metiendo la cabeza en el coche.


Noelia se dejó abrazar y apoyó la frente en el pecho de la anciana. Olía a vainilla y canela, como las galletas navideñas que solía hacer con su madre.


—Lo siento —musitó aspirando la nariz.
—Vamos, no te preocupes. Estás cansada y necesitas algo caliente de comer y dormir. Dormir es fundamental. Te lo digo por experiencia. Por muy larga que sea la noche, al día siguiente siempre amanece.
—A menos que vivas en el Polo Norte —murmuró Sofía con sequedad.
—¡Sofía! —Marina le propinó un codazo al que la otra respondió con un simple encogimiento de hombros.
Flor le dio a Noelia algunas palmadas en la espalda.
—Ayúdanos a echar el respaldo para delante y nosotras nos haremos cargo de estos preciosos angelitos. Las maletas, después. Este barrio es tranquilo.


Noelia obedeció en modo automático. Sacó primero a Daniel, al que abrazó y besó antes de entregárselo a la anciana.


—¡Hola, precioso! ¡Pero mira que eres bonito! —El rostro de Flor se iluminó en cuanto lo apretó contra su pecho y Marina apareció justo detrás de ella para darle un pellizco cariñoso a sus regordetas mejillas.
—Está para comérselo. ¡Mira los ojos tan enormes que tiene!
—Va a ser todo un Don Juan si cuando crezca sigue manteniendo esos ojazos —admitió Sofía, quien se acercó a estudiarlo llena de curiosidad, aunque guardó las distancias.


Noelia no estuvo muy segura de si era porque por fin había salido del coche o porque le llamaba la atención el color del cabello de Marina, pero Daniel concluyó su llantina y aceptó el chupete sin rechistar. Aliviada, sacó a Emma del coche, quien, sin renunciar a su bajo gimoteo, de inmediato se abrazó a ella.


—Ven, déjame a la princesita. Me la llevaré adentro, así puedes aparcar el coche dentro y pillar lo imprescindible para la noche. —Marina alargó los brazos y, para sorpresa de Noelia, la pequeña, normalmente tímida con los desconocidos, se dejó coger sin rechistar.


Estuvo por comentar que no había mucho que sacar del maletero, que con la furia y la desesperación que había sentido aquella mañana apenas había empaquetado lo imprescindible. Sin embargo, acabó por guardarlo para ella. Cuanto antes pudiera darles el pecho a los mellizos, antes podría ducharse y comer algo y, con un poco de suerte, aquellas ancianas se quedarían el tiempo suficiente como para que pudiera darse una ducha.


—Te abriré la verja —comentó Sofía, quien siguió a las demás.
Sin otra cosa que hacer, Noelia subió al coche y arrancó. Apenas había cruzado el acceso del jardín con el morro, cuando algo saltó encima del capó.
—¡Cuidado!


Noelia pegó un frenazo y miró atónita cómo un gato anaranjado se paseaba con el garbo de un dignatario real por delante de sus narices, manteniendo la cola y la cabeza tan altas que entraban ganas de mirar dos veces por si llevaba una corona de verdad.
—¡Dios, Marina! No chilles tanto, solo es Rupert —siseó Sofía.
—¿Te parece poco? Podría haberlo atropellado.
—¿Atropellarlo? Va por encima del coche, no por debajo. Además, ¿no dicen que los gatos tienen siete vidas? Creo que es hora de que este gaste algunas. Míralo. Es un señorito consentido que disfruta llamando la atención.


Incapaz de seguir la discusión de las ancianas, a Noelia no le quedó otra que aguardar a que el dichoso minino finalizase su recorrido por la pasarela y que se bajase. Por si las moscas, cuando acabó de aparcar, lo hizo a velocidad de tortuga, ¿Quién quería acabar el día con las ruedas salpicadas por las vísceras de un gato?
Cambió de opinión en cuanto puso un pie fuera del coche y se quedó inmóvil. Rezó para que lo que sospechaba no fuera verdad y bajó despacio la vista a la masa blanda que acababa de pisar. ¡La madre que la parió!, ¿es que aquel día no iba a acabarse nunca?


—¡Ups! Creo que es mejor que vaya a por unas toallitas húmedas —murmuró Flor apartando incómoda la mirada.
Marina se limitó a poner una mueca de asco y Sofía suspiró con una expresión de simpatía. Rendida ante la evidencia de que ya no tenía solución, Noelia salió del coche y lo cerró con un golpe seco. No necesitó volver a comprobar el desastre para confirmar que lo que estaba viviendo no era una pesadilla. El olor hablaba por sí solo. Si no hubiera sido por las tres ancianas que no la perdían de vista, habría soltado una ristra de tacos que la hubieran hecho ganarse una plaza vip en el infierno.


Sin atreverse a apoyar la planta del pie en el suelo miró alrededor en busca de un trocito de césped con el que limpiarse. Se paralizó en el sitio cuando se encontró frente a frente con un enorme labrador que no le quitaba los ojos de encima.
—No te preocupes, no te hará nada. Es el viejo Pepe. Es el más noble de toda la troupe.


Antes de que le diera tiempo a preguntarle a Flor a qué se refería con eso de «la troupe», dos cachorros de diferentes razas corrían hacia ella entre ladridos, moviendo sus coquetas colitas.
—¿Qué demonios es esto? —Demasiado tarde cayó en la cuenta de que lo había soltado en voz alta.
Las ancianas no parecieron demasiado sorprendidas por su exabrupto, Emma había dejado caer el chupete y daba excitada palmitas mientras que Daniel señalaba extasiado a los perritos.
—Tu tía Berta tenía demasiado corazón como para dejar a los animalitos abandonados en la calle, de modo que solía acogerlos hasta que les encontraba otro hogar.
—¿Tenía acogidos a tres perros y a un gato? —A Noelia le habría parecido genial de no ser porque sospechaba que había heredado el marrón.


Las ancianas intercambiaron una mirada.
—No exactamente. —Marina se aclaró la garganta.
—¿No exactamente? —Noelia mantuvo la esperanza de que aquellos bichos ya estuvieran en trámites para la adopción. Cruzó los dedos por que ese fuera el caso mientras botaba a la pata coja tratando de mantener el equilibrio e intentaba evitar que los cachorros le olisquearan el pie. La expresión que descubrió en los semblantes arrugados consiguió que se extendiera una sensación ácida por su estómago.
—No sabría decirte el número concreto porque nunca los he contado… —Flor le cogió el chupete a Daniel antes de que pudiera tirarlo.
«¡Ay, Dios!». A Noelia le entraron ganas de pellizcarse para ver si conseguía despertar de la pesadilla antes de que la anciana acabase de hablar.
—Pero, si no me equivoco, son: dos gatos, además de Rupert, los dos cachorrillos, Curro la cacatúa, una gallina, un enorme conejo que no recuerdo cómo se llama, Alicia la tortuga, una pecera llena de peces raros…
—No olvides la rata —intervino Marina soltando una risotada.
—¿Rata? —Noelia estuvo por coger a los niños, montarlos en el coche y salir pitando a donde fuera con tal de salir de aquel manicomio, aunque dudaba que fuera capaz de dar dos pasos sin caerse de bruces con los cachorros saltando nerviosos alrededor de ella.
—Sí, deberías verla. No parece ni una rata. Es de lo más mansita que te puedas imaginar. Suele venir por las tardes a por su trocito de pan o queso. Le encanta jugar con los gatos y no veas lo brillante que tiene el pelo. —Marina sacudió la cabeza—. Creo que es la más coqueta de la casa.
—Es el vagabundo más extraño que acogió Berta —coincidió Flor.
Sofía hizo un gesto despectivo con la mano.
—Pamplinas, el más raro es Brandon.
Noelia tragó saliva. Si era más raro aún que la rata, ¿qué se suponía que era? ¿Una pitón? ¿Un caimán de tres metros?
—¡Sofía! No llames así a Brandon —la riñó Flor escandalizada.
Sofía se giró hacia Noelia.
—Si fueran sinceras admitirían que es el vagabundo favorito de todas. Espera a conocerlo y ya me dirás qué te parece.

 

Noelia trató de sonreír sin éxito. No tenía ni la más mínima prisa por conocer a Brandon, aunque si era el favorito indiscutible, no podía ser una pitón, ¿verdad?


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