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El Cuento de la Bestia
ISBN-13-9880770074082
Convertirse en regalo para un todopoderoso rey de otra dimensión, que creía que podía hacer con ella lo que le diera la gana, no era precisamente el cuento de princesas con el que Anabel había soñado desde niña. Claro que tampoco había esperado nunca encontrarse a un atractivo vampiro aguardándola impaciente en su cama.
En ell momento en que una hermosa humana —más desvestida que vestida— le vomitó encima, Azrael supo que el regalo de Neva traía gato encerrado. Necesitaba descubrir por qué la bruja le había regalado una humana encantada que le hacía querer olvidarse de todo excepto de tenerla entre sus brazos. Completamente seguro de que con sus siglos de disciplina como rey, resistirse a una mujer encantada no iba a suponerle problemas, solo necesitaba seguirles el juego a ella y a Neva para descubrir dónde estaba la trampa que le habían puesto.
Fácil, ¿verdad?
Demasiado fácil, quizás.
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CAPÍTULO III
El estirado mayordomo la guio hasta lo que parecía ser una biblioteca y, tras anunciar su presencia,
esperó a que entrara para cerrar la puerta tras ella. Cuadrando los hombros, Anabel reprimió las
ganas de regresar corriendo hacia el pequeño saloncito en el que permanecían Laura y Belén, tan
nerviosas e inquietas como ella misma, esperando su propio destino.
Encontrarse sola en aquel insólito lugar, donde no paraba de ver a extraños personajes y el tiempo
parecía haberse detenido en algún punto del siglo XVII, la hacía sentirse como Alicia en el País de las
Maravillas.
¿No estaría internada en algún manicomio porque hubiera perdido la cabeza? No, sabía que no. Llevaba
suficiente tiempo en el palacio de Neva como para saber que todo lo que había visto en esta extraña
dimensión era tan real como ella misma. Laura y Belén se lo constataban, eran su ancla para conservarse
cuerda.
Gracias a Dios, las había encontrado al poco de aparecer como por arte de magia en el palacio de hielo
de Neva. Al igual que ella, las otras dos mujeres habían sido raptadas y arrancadas de su vida para ser
traídas a este extraño mundo.
El tenerlas a su lado le proporcionaba una cierta sensación de seguridad. El problema era que ahora no estaban ahí con ella y únicamente podía esperar que pudiera volver con ellas cuando acabara.
Inspeccionó la habitación. Acomodado en el sillón orejero, frente a la chimenea, se encontraba el antipático patán sobre el que había vomitado: el rey. Insegura sobre cómo actuar, prefirió esperar a que él tomara la iniciativa. Desconocía el protocolo de aquel lugar pero decidió que, rey o no, ella bajo ningún concepto era alguien inferior. Al fin y al cabo, estaban en el siglo XXI —al menos de dónde ella venía— y estaba más que demostrado que la sangre azul de los reyes era la misma que corría por las venas del sencillo pueblo llano. «¡Viva la democracia!», pensó con amargura tocándose los ricamente adornados grilletes que aún permanecían en sus muñecas a modo de joyas a pesar de que le habían quitado las cadenas.
La sensación ácida en su estómago se acrecentó a medida que el tictac del reloj resonaba en la silenciosa habitación. Secándose las sudorosas manos de forma disimulada en los pañuelos de la falda, intentó reprimir la necesidad de vomitar de nuevo. No tenía muy claro qué iba a vomitar cuando ya tenía el estómago vacío, pero la manera en que él mantenía los ojos entrecerrados sobre ella hacía que fuera incapaz de pen- sar con coherencia. Finalmente, él dio un profundo suspiro.
—¿Cómo te llamas?
—Anabel Valladares. —Ella soltó lentamente el aire que había estado reteniendo.
—Entiendo que no estás aquí por tu propio gusto, ¿me equivoco?
—No, esa… «bruja»… —pronunció la palabra con especial énfasis para dejar manifiesto que se refería al sentido peyorativo del término—, me secuestró. ¿Vas a dejarme en libertad? —preguntó esperanzada—. Prometo que no le diré nada a nadie. En fin, ¿para qué hacerlo si de todos modos nadie me creería? ¿Una dimensión en la que existen los personajes de los cuentos de hadas? ¡Por favor! Si ni yo misma me lo creo aún, y eso que estoy aquí. Por favor, de verdad, yo solo quiero regresar a mi mundo, a mi hogar. Por favor…
Por un instante Anabel creyó detectar una chispa de compasión en los ojos dorados, pero el hombre acabó apretando la mandíbula y girándose hacia el fuego de la chimenea.
—Eres el obsequio de una reina. Sería una grave descortesía por mi parte liberarte, al menos hasta que haya pasado un tiempo prudencial y me des un motivo importante para poder hacerlo.
—Pero…
—Comprendo que vienes de otra dimensión, pero así es cómo funcionan las cosas por aquí. Nadie se enfrenta a la posibilidad de una guerra con Neva, así, sin más.
—¿Y eso le da derecho a secuestrar a personas contra su voluntad y a regalarlas como si fueran objetos? —exclamó ella soltando un bufido exasperado.
Él se mantuvo impasible. Anabel dejó caer los hombros.
—¿Por cuánto tiempo tendré que permanecer aquí?
—No lo sé. El tiempo es relativo. Lo que para mí son unos años, para ti puede ser una eternidad o el resto de tu vida.
—¡Acabas de decirme que podrías liberarme cuando pasara un tiempo prudencial!
—También he señalado que necesitaría un motivo muy importante.
—¿Qué clase de motivo?
—Que prestaras un enorme servicio al reino, que me salvaras la vida… —anunció el rey con sequedad, dejando claro cuán probable creía que eso llegara a suceder alguna vez.
—Debe de haber algo un poco menos drástico que yo pueda hacer para ganarme el favor real y que me libere, Su Majestad —replicó ella sin ocultar su sarcasmo.
—No se libera a un humano entregado como presente así como así. Y los favores sexuales se dan por entendidos por parte de una esclava sexual.
—¿Esclava sexual? ¿De qué demonios estás hablando? —Ana- bel abrió los ojos horrorizada.
—¡Por la Diosa! ¡Ni siquiera se ha molestado en informarte de tu estatus! —masculló el rey entre dientes apretados.
Anabel se dejó caer en el sillón más cercano.
—¿Estás tratando de decirme que se supone que soy una esclava sexual?
—Obviamente. Es lo que he afirmado, sí.
—¡Olvídalo! Bien está que tenga que quedarme aquí hasta que encuentre una forma de regresar a mi vida, pero ¿una esclava sexual? ¡Definitivamente no! ¡Paso! —Anabel puso todo su ahínco en transmitirle su opinión al respecto, pero a pesar de sus afirmaciones sus piernas se sentían como gelatina.
—Comprendo tu indignación, pero eres una mujer adulta. Estás en un mundo diferente y debes empezar a asumirlo. Uno tiene que adaptarse a las circunstancias de la vida. Sea lo que sea que fueras o tuvieras en tu pasado se ha acabado. Aquí eres una esclava sexual. «Mi» esclava sexual —recalcó insistiendo en cuál sería su rol.
—¿Me estás vacilando? ¿Quién demonios te has creído que eres? ¡Vas de culo si crees que voy a acostarme contigo solo porque tú lo digas!
El rey se levantó con parsimonia del sillón.
—Siento lo que te ha ocurrido. Sin embargo, la situación es la siguiente: yo soy el rey y tú me perteneces. Si me quiero acostar o no contigo es mi elección y lo que está claro es que no voy a seguir consintiendo que sigas faltándome el respeto o pongas en duda mi autoridad.
—¡Vete a la…!
«¡Dios…!». Anabel dejó de respirar. Sus pulmones se quedaron sin oxígeno. Su corazón dejó de latir, y toda su vida pareció detenerse en ese preciso instante.
Desde el otro lado de la habitación la acechaban unos ojos de oro líquido tan deslumbrantes como el sol, y una espeluznante sonrisa coronada por dos enormes y puntiagudos colmillos.
Anabel se apretó todo lo que pudo dentro del sillón, tratando instintivamente de alejarse de él.
—Eres un… monst…
—Personalmente prefiero el término vampiro —aclaró el rey con una calma inquietante—. Ahora, como iba diciendo… aquí mando yo. Yo decreto y tú haces. ¿Alguna duda acerca de eso? —Las oscuras pupilas se clavaron en ella con intensidad, dejando patente que no existían otras alternativas al respecto.
«¡Dios!». Escrutó frenética la habitación. ¡Escapar! ¡Tenía que escapar! ¡Necesitaba escapar! ¡Era su única oportunidad de sobrevivir! El temblor descontrolado que le surgía del interior apenas la dejaba pensar. Sus manos sudaban y no estaba segura de que sus piernas fueran a sostenerla, pero ¡tenía que salir de allí!
Neva la había secuestrado y enjaulado, pero jamás la había dañado o amenazado, más bien al contrario, la había tratado a ella y a las otras mujeres con un respeto y delicadeza absolutas. Esto era algo completamente diferente, un horror que ni en sus peores pesadillas se habría podido imaginar. «¡Tengo que huir! ¡No voy a morir sin luchar!».
Los párpados del rey se entrecerraron.
—Creo que debería avisarte que los vampiros somos depredadores por excelencia. Nos volvemos locos por cazar.
Cuando lo hacemos nos tornamos… ¿cómo decirlo con suavidad? ¿Algo crueles y despiadados?
El corazón de Anabel dejó de latir y el pánico devoró el poco raciocinio que le quedaba. Tensó los músculos para saltar del sillón y correr.
—¡No intentes hacerlo humana! Preferiría que no sacaras la parte más animal de mí. —La expresión de su rostro era inescrutable—. En tanto no trates de escapar y hagas lo que te indique no sufrirás daño alguno.
Aterrada, no lo perdió de vista, pero permaneció quieta.
—¿Entiendes que no te causaré daño alguno si haces lo que se espera de ti?
Incapaz de hablar, ella asintió rápidamente con la cabeza.
Él cabeceó. Luego, retornando a su estado más civilizado, el rey retornó a su sillón.
—Mientras tratas de tranquilizarte, iré explicándote las normas de tu nueva situación. Presta atención. Es de vital trascendencia para ti. —Su voz adquirió un tinte grave cuando continuó—. Me temo que como simple esclava sexual empiezas en una de las escalas más bajas de nuestra sociedad —explicó—.
Tendrías que convertirte en mi favorita para que eso cambiara.
Con respecto a tu estatus existen unas normas muy estrictas y muy arcaicas, me temo: no puedes sentarte en mi presencia.—Ojeó con ironía el sillón en el que ella permanecía medio hundida—. Con mi consentimiento puedes hacerlo sobre mi regazo, el resto del tiempo permanecerás de pie detrás de mí o a mi lado de rodillas. Siempre a mi izquierda —puntualizó.
Ella se deslizó lívida al suelo, más por la debilidad de su propio cuerpo que porque entendiera realmente todo lo que le explicaba.
—A partir de ahora dormirás en el suelo. Normalmente dejaré que sea en mi dormitorio, a excepción de las ocasiones en que yo tenga otra… compañía, en cuyo caso permanecerás en el pasillo delante de mi habitación. No hablarás a menos
que yo te autorice a hacerlo, lo cual es especialmente importante cuando nos encontremos en público. Por lo demás, las reglas son bastante simples: harás todo lo que te mande y vivirás para complacerme. ¿Alguna pregunta?
Ella lo miró en estado de shock.
—¡Levántate! —Esperó a que ella se incorporara sobre piernas tambaleantes que apenas la sostenían—. Ahora ven aquí.
Anabel intentó seguir sus órdenes, pero sus pies se negaron a moverse del sitio.
—Hay algo especialmente importante que debes entender. Un esclavo no piensa, hace exactamente lo que se le dice. No debe haber dudas, ni reparos. Si el esclavo no actúa inmediatamente hay consecuencias. En este caso aún más que en una situación normal. Soy el rey, un rey en una corte de vampiros y otros… —El ahogado jadeo de Anabel apenas lo interrumpió—, seres. Se espera que yo sea capaz de controlar a una simple humana como tú. De no hacerlo, causaría la sensación de que soy débil, lo que a su vez hará que otros traten de poner a prueba mi fuerza. Por ello, debe quedarte muy claro que si no me obedeces habrá consecuencias.
Con lágrimas en los ojos ella se mordió los labios.
—¡Habla!
—Yo… ¡no puedo hacerlo!
El rey suspiró.
—Ya te he explicado que debes asumir tu nueva situación.
Tu vida ha cambiado, cuanto antes lo asimiles mejor. El haber perdido todas las comodidades de tu existencia
anterior no significa que no puedas llegar a ser feliz en esta. Eres una esclava, ¡acéptalo!
—No me refería a lo de esclava. —Ella movió la cabeza—.
Ya llevo varias semanas siendo una prisionera en el palacio de Neva… sino… a… a… lo otro… —Él esperó con paciencia—.
A tener que tener… sexo… por la fuerza.
Las comisuras de la boca masculina se elevaron ligeramente.
—Nunca he tenido que usar la fuerza para lograr la cooperación de una mujer si es a eso a lo que te refieres. Tendremos relaciones sexuales, de eso no te quepa la menor duda, pero no será en contra de tu consentimiento. Al menos no en privado.
En público… es posible que puedan llegar a darse determinadas situaciones en las que tengas que cooperar aunque no te apetezca demasiado. Teniendo en cuenta que puedo oler tu estado de ánimo y una vez que te haya mordido incluso sentirte hasta cierto punto, intentaré aliviar esas situaciones lo más posible.
Jadeó aterrada ante su sugerencia. «¡¿Morderme?!». Sus pies dieron un cuidadoso paso hacia atrás. Él carcajeó por lo bajo.
—Aún te queda mucho por aprender. Mis mordidas no te dolerán; de hecho, pueden ser muy placenteras, particularmente para los de tu especie. Además, será por tu propia seguridad. Este mundo es desconocido para ti y, ¿para qué engañarnos?, no del todo seguro para una humana tan hermosa como tú.
«¿Por mi seguridad? ¿Y se supone que tengo que creerlo?». Anabel tragó saliva.
—Podré sentir tu placer, tu miedo si estás en peligro y dónde. Eso me permitirá protegerte.
—Después de todo lo que me has dicho, ¿ahora se supone que debo confiar en que vas a protegerme?
—Tu protección es tu derecho y mi obligación.
El bufido seco que Anabel pretendía soltar sonó más bien como un lastimero gimoteo.
—Hagamos un trato. Si tú pones de tu parte para ser una esclava perfecta, obediente y sumisa, yo pondré de mi parte no solo la protección de tu salud e integridad física, sino que trataré de evitarte en lo posible las cosas que te desagraden profundamente. Lo cual tendría además la ventaja de que podría ir premiándote por complacerme: dándote un cuarto propio, el derecho a dormir en una cama… no sé, supongo que ya iremos descubriendo las necesidades que irás teniendo a partir de ahora. ¿Qué me dices?
—¡Lo que me estás proponiendo es que sea tu puta barata y que no me queje! —lo acusó ella sin poder refrenarse.
—Eso es algo que no te estoy proponiendo, eso ya lo eres—replicó él con repentina frialdad.
—¡Yo no soy una puta!
—Preferiría que no lo fueras. Sin embargo, eso no cambia que seas mi esclava sexual, ni que la situación sea la que es para los dos. Hace mucho que no tenemos esclavos en el palacio pero ¿quieres que te cuente cuáles eran los castigos comunes para los esclavos que no cumplían con sus obligaciones? —le preguntó con un cierto tinte amargo.
Anabel querría haberle dicho que no, pero no fue capaz denegarse.
—Te lo diré. Dependiendo del dueño, los castigos físicos como latigazos eran de las torturas más leves. En casos graves se podía llegar hasta las amputaciones o la muerte. El amo es amo absoluto y, por encima incluso de ningún tribunal de justicia, tiene derecho sobre el cuerpo, la vida y la muerte de su esclavo. Los y las esclavas sexuales podían ser violados en público de cualquier forma posible, ser intercambiados, prestados o vendidos. Un castigo muy común era atarlos desnudos a un potro, en el centro de una habitación, para que cualquiera que pasara por allí pudiera hacer con ellos lo que quisiera.
A medida que escuchaba, a Anabel le subía la bilis por el esófago. «Esto tiene de ser una pesadilla. ¡No puede ser real!».
—En algunos casos, el de los más desgraciados, los dejaban amarrados en plena plaza pública. Como podrás imaginarte, algunos jamás se recuperaban. A otros, generalmente humanos, los encontraban muertos al día siguiente, desangrados por las hemorragias o drenados. Ser un humano en esta dimensión tiene sus ventajas, pero ser un manjar para los vampiros y otras especies no es una de ellas.
—Si lo que quieres hacer es morderme, violarme y matarme, ¿por qué no lo haces de una maldita vez y terminamos con esto? —chilló ella repentinamente fuera de control.
Si todo eso era real, cuanto antes acabara mejor.
—¡Porque eso es justo lo que no quiero hacer! —rugió el rey incorporándose de un salto y moviéndose inquieto ante la chimenea—. ¡Maldita sea! ¡Yo no he pedido esto más que tú! ¡Pero soy el rey! Si no te acepto como esclava, si no te trato como tal, tendré no solo una guerra a manos con esa maldita bruja, sino con los propios nobles de mi corte. Aquí se es rey por la fuerza y si no eres lo suficientemente fuerte no te deponen, te matan directamente a ti y a toda tu familia. De modo que, ¿qué esperas que haga, mi querida humana?
—¿Puedo sentarme? —la pregunta salió en apenas un hilo de voz.
—Puedes hacerlo sobre mi regazo —le indicó él con firmeza.
Ella lo miró sobresaltada, pero él mantuvo la expresión impasible que parecía ser característica en él.
—¡Tendrás que ir acostumbrándote a ello!
—¡Pues siéntate de una maldita vez! —soltó Anabel irritada, no muy segura de si era porque estaba perdiendo la cordura o porque su temor a desplomarse allí mismo comenzaba a ser mayor que su miedo a él. Quizás fuera simplemente porque las cosas ya no podían ir a peor. ¿Y no había pensado eso mismo durante su estancia en el palacio de Neva, cuando finalmente aceptó que no se trataba de un sueño, sino que estaba atrapada en otra dimensión?
Él arqueó una ceja, pero en sus pupilas apareció una chispa de diversión. Sentándose, se reclinó hacia atrás y la retó con sus ojos dorados. Anabel murmuró una ristra de insultos, andando de forma inestable hacia él y dejándose caer sin ceremonias sobre su regazo.
—¿Te he mencionado ya que los vampiros tenemos un oído muy fino? —inquirió él con un sospechoso temblor en la comisura de sus labios—. He oído, con absoluta claridad, todos y cada uno de los improperios que acabas de mascullar —recalcó, por si ella no hubiese llegado ya a esa conclusión por sí misma.
—¿Y? —Ella cruzó los brazos en el pecho.
—Eso significa que ahora tendré que castigarte.
Anabel tragó saliva antes de levantar la barbilla.
—¡Hazlo!
Los labios del vampiro se curvaron aún más.
—¡Bésame!
—¡¿Qué?!
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Advertencia: escenas eróticas explícitas, solo para mayores de 18 años y no aptas para todos los públicos.