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El Cuento de la Bestia

ISBN-13-9880770074082

Convertirse en regalo para un todopoderoso rey de otra dimensión, que creía que podía hacer con ella lo que le diera la gana, no era precisamente el cuento de princesas con el que Anabel había soñado desde niña. Claro que tampoco había esperado nunca encontrarse a un atractivo vampiro aguardándola impaciente en su cama.

En ell momento en que una hermosa humana —más desvestida que vestida— le vomitó encima, Azrael supo que el regalo de Neva traía gato encerrado. Necesitaba descubrir por qué la bruja le había regalado una humana encantada que le hacía querer olvidarse de todo excepto de tenerla entre sus brazos. Completamente seguro de que con sus siglos de disciplina como rey, resistirse a una mujer encantada no iba a suponerle problemas, solo necesitaba seguirles el juego a ella y a Neva para descubrir dónde estaba la trampa que le habían puesto.

 

Fácil, ¿verdad?

 

Demasiado fácil, quizás.

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El Cuento de la Bestia

Genero: Paranormal romance 
Original Publication Date: January 6, 2016

CAPÍTULO II

Al ver a los portadores de Neva entrar al salón del trono con tres alfombras enrolladas, que se

retorcían de forma frenética, y un baúl de madera tallada que, en comparación, parecía

completamente aburrido, Azrael intercambió una mirada intrigada con sus hermanos.

La sala se inundó con el inconfundible olor a mujeres humanas.  Azrael  inspiró  profundamente 

para  asegurarse. No, no había error posible. El exquisito aroma a sangre humana venía envuelto

por un extraño hedor, compuesto por una mezcla de terror, resentimiento y enfado. La belleza del

extraordinario montaje salomónico de Neva se convirtió en cuestión de segundos en una peligrosa

trampa. ¿Qué había planeado la bruja? Sus hermanos permanecían tan inmóviles como él, señal de

que también ellos se estaban preparando para la sorpresa. Que Neva hubiese traído a mortales

contra su voluntad a la corte no podía ser una buena señal.

Dos de los emperifollados criados desenrollaron con torpeza la primera alfombra, que parecía

resistirse con extraños contoneos y gruñidos. Cuando al fin se desenvolvió el misterio, una

hermosa pelirroja con antifaz apareció despatarrada sobre el suelo tomando grandes bocanadas

de aire para recuperar el aliento. Azrael trató de mantener una expresión impasible.

Cael, a su lado, se movió inquieto; algo que no era de extrañar teniendo en cuenta las largas y esbeltas piernas blancas que quedaron a la vista y que habrían bastado para resucitar el ánimo de cualquier hombre, ya fuera de sangre fría o caliente. Sin embargo, la atención de Azrael se mantuvo en el grillete que la mujer portaba alrededor del cuello. Que estuviera exquisitamente adornado no lo convertía en joya, sobre todo cuando finas cadenas de oro lo unían a dos pulseras rígidas en sus muñecas y desde ahí pasaban a un aro labrado que le rodeaba la cintura, limitando el movimiento de sus brazos y señalándola como una esclava.

Por la escasa vestimenta de la mujer, apenas ataviada por un escueto bustier bordado y una falda larga, elaborada a base de pañuelos de seda semitransparentes que se abrían por doquier dejando ver más de lo que escondían, para Azrael solo había una conclusión posible: Neva les estaba regalando esclavas sexuales.

La idea de tener esclavas en su corte le causaba acidez en el estómago, casi tanta como el pensar en el motivo por el que Neva se las obsequiaba. ¿Qué haría Neva si ellos las rechazaban? Con la Reina de las Nieves solo había una cosa segura: ella nunca hacía nada sin un motivo ulterior.

En cuanto la humana consiguió insuflar algo de aire en sus pulmones, miró a su alrededor con chispas tan explosivas en los ojos, que parecían querer competir con el color fuego de su roja melena.

—Cael, este es tu regalo —anunció Neva orgullosa.

La copa resbaló de entre las manos de Cael estrellándose

contra el suelo de forma ruidosa. Los gatunos ojos verde esmeralda de la esclava se posaron en Cael. Cuando los afresados labios se abrieron, comenzaron a emitir una ristra de tacos e insultos que habrían sido el orgullo de cualquier gnomo de la sierra.

Azrael y sus hermanos gimieron al unísono ante el estridente y chillón vocerío. Todos suspiraron agradecidos cuando un criado le tapó la boca con la mano y la arrastró con él a un lado de la sala. Aunque la fierecilla pelirroja seguía zarandeando, arañando y mordiendo a diestro y siniestro.

Sin darle tiempo para recuperarse del shock, la siguiente humana fue desenrollada. Comparada con la salvaje anterior, esta era un pequeño cachorrillo asustado. La cabellera dorada le enmarcaba un rostro delicado en el que, a pesar del llamativo antifaz dorado, destacaban grandes ojos azules casi tan inocentes como los de un bebé. No, no parecía un cachorrillo, decidió Azrael, sino más bien un hermoso ángel raptado del cielo.

—Malael, espero que te guste. —Neva sonrió complacida consigo misma.

Malael apretó los dientes tan fuerte que rechinaron. En vez de permanecer paralizado y atónito como Cael, Malael se acercó a la mujer ofreciéndole la mano. Tras un tenso momento de silencio la joven aceptó su ayuda con timidez. Cuando un así, ella no pudo levantarse sobre sus temblorosas piernas, Malael, ni corto ni perezoso, la cogió en brazos y se sentó con ella en su regazo. Para sorpresa de Azrael, ella se acurrucó en el pecho de su hermano, quién a su vez la abrazó aún más fuerte.

Rompiendo el orden, el siguiente regalo fue el baúl. Los sirvientes lo colocaron delante del trono de Azrael, descubriendo una colección de libros al abrirlo. «¡La madre que…!

¿Esos son los originales del compendio de magia y hechizos del gran mago Araunde? ¿De dónde los ha sacado?». Azrael fue a levantarse para echarles un vistazo, pero la voz de Neva lo frenó:

—Y esto es para ti, Zadquiel. —Tocó las palmas emocio- nada.

 

—¿Cómo? —Los ojos de Zadquiel pasaron desconcertados del baúl a la niña.

Suprimiendo la risa ante la cara espantada de Zadquiel, Azrael estuvo por informarle del incalculable valor que tenían aquellos viejos libros y que con diferencia era el mejor regalo de todos. Para quién aprendiera a descifrarlos y usarlos, esos libros significaban poder, mucho poder. Claro que lo extraño era que tuviera que plantearse la idea de tener que explicárselo; Zadquiel era un hombre al que le fascinaban los libros de magia.

—¿Y mi mu… alfombra? —reclamó Zadquiel. Poniendo los brazos en jarras, Neva frunció el ceño.

—¡Tú no tienes alfombra!

—¿Por qué no? Ahí hay otra —señaló Zadquiel hacia el ondulante rollo que los portadores trataban de no dejar caer.

—¡Esa es de Azrael!

—Conociendo a mi hermano, él prefiere los libros y yo la… alfombra.

Azrael se planteó si sería prudente confesarle a la niña que él estaría encantado con el trueque, pero desechó esa opción cuando Neva le dedicó una ojeada de advertencia.

Dando un fuerte pisotón, el suelo alrededor de Neva se cubrió de hielo.

—Si es eso lo que quieres, así será —espetó ella con voz alta y fría, pero antes de que Zadquiel pudiera terminar su gesto de victoria, ella añadió con dulzura angelical—: Azrael puede quedarse con los libros y con la mujer para que tú puedas quedarte con la alfombra. Eso, por supuesto, si tu hermano está de acuerdo.

Con  un  suspiro,  Azrael  encogió  los  hombros.  Neva  le dedicó una expresión triunfal a Zadquiel que, con un gruñido, cerró la tapadera del baúl.

—Gracias por los «libros», estoy seguro de que cada vez que los ojee me acordaré de la «reina» que tan… «generosamente» me los ha regalado —masculló Zadquiel entre dientes, como si le costara trabajo pronunciar las palabras.

En la frente de Neva aparecieron pequeñas arrugas, pero se dirigió hacia los criados para señalarles que desenrollaran la tercera alfombra. Los portadores, obviamente hartos de soportar la pesada carga, que no paraba de retorcerse, lanzaron el rollo por el suelo reteniendo únicamente las esquinas. Azrael gimió en simpatía al ver la forma en que la moqueta se desenrolló sola, lanzando la figura femenina rodando hacia él.

Con un grito ahogado la mujer acabó tendida bocabajo a sus pies. Azrael tragó saliva al ver cómo los pañuelos de la larga falda se habían alzado hasta taparle la cabeza. Claro que no era la cabeza, sino el generoso trasero en forma de corazón lo que atrapó su atención. Cuando ella levantó el susodicho trasero para incorporarse dificultosamente sobre sus rodillas, los gemidos de sus hermanos fueron ecos del suyo propio.

Tan absorto estaba en aquella perfección, que ni sus reflejos de vampiro le permitieron reaccionar a tiempo cuando ella vació su estómago con un agónico sonido sobre sus zapatos.

—Bien, eso tampoco estaba precisamente en mis planes

—murmuró Neva con sequedad, dirigiendo su ceño fruncido a los criados que habían lanzado la alfombra de forma tan negligente.

—Puede que los libros no hayan sido una mala opción después de todo. —Zadquiel arrugó la nariz con disgusto, sacándose un pañuelo del bolsillo para tapársela.

Reprimiendo un gruñido ante las palabras de su hermano, Azrael dirigió una mirada enfurecida a Neva. La niña, con un solo movimiento de muñeca, deshizo el desastre como si nunca hubiese ocurrido, convirtiendo de pasada a los dos portadores que osaron maltratar su valioso presente en estatuas de hielo.

Él y todos sus hermanos se pusieron rígidos de inmediato.

Realizar un despliegue de magia de tales características en su corte, sin su expreso consentimiento como rey, era un signo de mala educación en el mejor de los casos y en el peor un desafío hacia su figura como rey.

 

Zadquiel le dirigió una silenciosa advertencia y un cabe- ceo apenas perceptible. Azrael inspiró lentamente. Eran cuatro vampiros contra una bruja, pero no una bruja cualquiera. Aunque tuvieran la rapidez y la experiencia en la lucha física a su favor, ella tenía más poder concentrado en el dedo meñique que todos ellos juntos. Jamás había intentado desafiarla por lo que no tenía ni idea de si sería o no capaz de ganarla en una lucha igualitaria. Quizás fuera más fácil deshacerse de ella de lo que pensaba, o quizás no. En todo caso, si ella moría, otra bruja ocuparía su lugar y, puestos a elegir, prefería lo malo conocido a lo bueno por conocer.

 

En cuanto el mundo dejó de dar vueltas —más o menos— y su estómago dejó de manifestarse por el turbulento trato recibido, Anabel intentó recuperar el control de sus extremidades. Ante sus atónitos ojos desapareció lo que una vez fue un pollo con patatas asadas, devolviendo los elegantes zapa- tos negros a su estado reluciente y dejando el pantalón de sastre masculino de nuevo impoluto.

En su campo de visión apareció un pañuelo. Lo tomó agra- decida para limpiarse la boca. Su intento de sonarse también la nariz se frenó en seco cuando se topó con un par de intensos ojos color miel tan dorados que casi parecían oro. En su mente apareció la imagen de un león, un hermoso depredador despiadado y peligroso a punto de... ¿gruñirle con disgusto que se tapara?

—¿Acaso no entiendes mi lengua, humana? Te he ordenado que te cubras. Ya nos has deslumbrado bastante con tus posaderas, ¿no te parece? —Los hermosos ojos dorados se estrecharon para mirar por encima de Anabel.

Ella se alzó el antifaz negro a la frente y siguió la mirada irritada por encima de su propio hombro, solo para encontrarse con uno de los hombres más guapos que había visto en su vida, estudiándole fascinado… ¿el trasero? ¡Un trasero que estaba como Dios lo trajo al mundo, mientras ella seguía a cuatro patas! «¡Dios, qué vergüenza!».

Un bochornoso calor le cubrió la cara. Quedaba claro, como el agua más cristalina, de a qué se refería el rudo per- sonaje cuando le ordenó aquello de «dejar de deslumbrar». Se sentó a toda prisa sobre sus talones, tratando de bajarse la dichosa falda, aunque la fina tela de los pañuelos, llena de electricidad estática, se negó a cumplir con la ley de la grave- dad. Cuando al fin Anabel consiguió su objetivo, el extraño a su espalda que había estado disfrutando de tan espectaculares vistas soltó un suspiro lastimero.

—Zadquiel, ¡deja de perder el tiempo y haz algo útil! Encárgate de alojar a Neva —gruñó el desagradable depre- dador de ojos dorados sobre el que había vomitado solo unos instantes antes.

El hermoso Zadquiel le dedicó un último guiño picarón a Anabel antes de girarse hacia la niña, que parecía no haberse perdido detalle de lo ocurrido. Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Anabel al percibir el extraño brillo complacido en los ojos infantiles. «¿Infantiles? ¡Maldita Reina de las Nieves! ¡Dios, todavía no me puedo creer que exista! Por favor, por favor, por favor, haz que todo esto sea únicamente un sueño y deja que me despierte, ¡ya!».

Neva la contempló con una expresión divertida, pero cuando habló lo hizo hacia la bestia arisca ubicada al otro lado de Anabel.

—Te agradezco tu hospitalidad, pero tengo que ocuparme de algunos asuntos domésticos —explicó Neva, lanzando un gélido vistazo a las dos estatuas de hielo que se encontraban al fondo de la habitación.

—¿Estás segura? No tienes por costumbre perderte el Fes- tival de la Luna Azul por algo tan trivial —comentó el hombre de los modales de cavernícola.

—No se trata de nada trivial, mi querido rey, pero será un placer regresar en otra ocasión.

La bestia, ahora con título de rey, se levantó ignorando a Anabel para dirigirse hacia Neva y besarle la mano con una reverencia.

—Permíteme que te acompañe hasta la puerta.

—¿Es eso una cortesía, o deseas asegurarte de que realmente me voy? —preguntó la bruja con tono burlón.

—¿Me creerías si te dijera que lo hago por cortesía? —pre-

guntó el rey.

Neva soltó una carcajada.

—Sabes que no. La experiencia y la desconfianza es algo que ambos compartimos.

 

Cuando Azrael cerró la puerta de la biblioteca tras él, sus hermanos lo esperaban con semblantes preocupados.

—¡Son esclavas sexuales! —exclamó Cael, marchando enfurecido de un lado a otro de la habitación.

—Lo sé.

—¡Nos ha regalado unas malditas esclavas sexuales! —repitió Cael, como si no acabara de creérselo—. Nosotros no hemos hecho esclavos nuevos desde hace… ¡Ni siquiera recuerdo cuántos siglos hace! —dijo pasándose los dedos por el pelo.

Azrael se pellizcó, cansado, el puente de la nariz.

—Lo sé. La cuestión es: ¿qué propones que hagamos? Si las rechazamos, Neva lo considerará una afrenta.

—Si las aceptamos, siendo la familia real, sentaremos precedentes y será como si autorizáramos de nuevo la esclavitud en nuestra corte. Los únicos esclavos que quedan a día de hoy son aquellos que fueron capturados durante las guerras rojas y, aun así, solo porque ellos mismos renunciaron a ser liberados.

—Ella está maquinando algo —intervino Zadquiel con la atención centrada en el fuego de la chimenea.

—Dime algo que no sepa ya —gruñó Azrael—. Con ella siempre es como si uno jugara a un ajedrez encantado en el que la mitad de las fichas fueran invisibles.

—¿No os habéis percatado de nada raro al ver a las mujeres? —interrogó pensativo Malael.

—¿A qué te refieres? —Cael se giró intrigado hacia él.

—Mi reacción a mi mu… a la humana que me regaló no fue normal. Aún ahora puedo sentir esa extraña atracción que me hace desear ir en busca de ella.

Cael se dejó caer en uno de los sillones.

—Tienes razón, a mí me pasa lo mismo con esa dichosa arpía pelirroja —masculló moviéndose incómodo—. ¿Y tú, Azrael?

—¿Insinuáis  que  podrían  estar  encantadas?  —indagó Azrael sin querer dar explicaciones sobre las intensas reacciones de su propio cuerpo con el simple recuerdo de la morena.

—¿Tú sentiste algo especial al verlas, Zadquiel? —Malael se giró hacia su hermano, quién simplemente encogió los hombros.

—Son  guapas  y  cada  una  de  ellas  tienen  un  cierto… encanto, pero nada extraordinario.

—¡Pues bien que disfrutaste admirándole el trasero a la mía! —Azrael le dedicó una mirada sombría.

Zadquiel le devolvió una sonrisa torcida.

—Me gustan las mujeres y debes admitir que tenía un buen trasero, sin contar con la postura que… —Zadquiel abrió los ojos alertados—. Azrael, ¿me estás gruñendo y enseñando los colmillos? ¿Por una humana?

Atónito, Azrael paró de gruñir, retrayendo los colmillos.

—Bien, creo que eso despeja la duda de si las humanas están encantadas —masculló Malael.

—¿Estás seguro, Zadquiel, que a ti no te afectaron? Me pareciste bastante alterado cuando a ti no te regaló ninguna —insistió Azrael.

—No os lo toméis como ofensa. —Sus ojos desconfiados permanecían fijos en Azrael—. Me gustan vuestras mujeres, son hermosas y todo eso, pero ¡por favor! ¿Qué hombre inteligente, en su sano juicio, preferiría una mujer a uno solo de los tomos de magia de Araunde? ¡Y ella me regaló toda la maldita colección!

—¿Entonces por qué fingiste la pataleta? —Azrael cruzó los brazos sobre el pecho.

—Disfruto haciéndola rabiar, sin contar con que detrás de todo lo que Neva hace hay un motivo y… —Estiró sus largas piernas sobre los brazos del sillón—, prefiero que ella crea que he dejado ese compendio de conocimiento tirado en algún rincón del ático, en vez de que intuya que tengo pensado memorizar y aprender cada renglón, palabra y coma.

Llámame precavido si quieres, pero es mejor que esa niña me subestime. Es la única ventaja que uno puede tener en el caso de un posible enfrentamiento con ella.

—¡Y yo que pensaba que mi hermanito era un caso perdido! —murmuró Azrael con sarcasmo.

—Eso nos deja con el problema del principio —intervino la mente práctica y defensiva de Malael—: Tenemos unas esclavas encantadas y desconocemos los motivos por los que intenta manipularnos esa bruja.

—Y si rechazamos a las mujeres ella lo sabrá y se percatará de que nos hemos dado cuenta de su treta. Lo que implicará que nunca descubriremos por qué lo hizo —continuó Cael el razonamiento.

—Lo que a su vez significa que probablemente ella lo intente de nuevo y que puede que la próxima vez no seamos capaces de advertir que está manipulándonos —finalizó Zadquiel.

Azrael los miró malhumorado.

—¿Alguna brillante aclaración más?

—Sí. —Zadquiel sonrió pagado de sí mismo—. Ella es demasiado inteligente para tomarnos por tontos y esta treta resulta demasiado evidente.

—O sea que aceptamos las esclavas y tratamos de averiguar dónde está la trampa real, ¿no? —preguntó Azrael, tratando de amortiguar el cada vez mayor dolor de cabeza masajeándose la frente.

—Tendremos que tratar a las humanas como auténticas esclavas sexuales —opinó Malael.

—¡Yo no necesito aprovecharme de una mujer porque una loca la haya convertido en esclava! —Cael se giró enfadado hacia él.

—¿Insinúas que yo sí? —demandó Malael airado—. Tenemos el palacio lleno de invitados. ¿Cuánto tiempo crees que Neva tardará en enterarse de qué es lo que hacemos con las humanas?

—Podríamos simplemente fingirlo en público.

—Hasta el más torpe de los seres será capaz de leerles las mentes a las humanas. Al menos hasta que aprendan a bloquear sus pensamientos.

—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

—¿De qué te quejas, Cael? La tuya al menos es fuerte y capaz de oponerte resistencia. Yo tengo que martirizar y subyugar a una criatura que probablemente cree en el amor y los cuentos de hadas —gruñó Malael, dando un puñetazo enfadado en la pared.

Azrael mantuvo la atención centrada en la hendidura de la pared que ahora formaba parte de la nueva decoración de su estimada biblioteca, negándose a pensar en la delicada humana que ahora le pertenecía. Al contrario que a sus hermanos, la idea de jugar con ella despertaba una reacción completamente diferente en él. Incómodo, cambió de postura tratando de aliviar la repentina presión que sus pantalones ejercían sobre su ingle.

—Tened cuidado con lo que hacéis. Como ya os he dicho,

Neva nunca hace nada por casualidad —advirtió Zadquiel con sus ojos posados directamente en Azrael.

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