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El Cuento de la Bestia

ISBN-13-9880770074082

Convertirse en regalo para un todopoderoso rey de otra dimensión, que creía que podía hacer con ella lo que le diera la gana, no era precisamente el cuento de princesas con el que Anabel había soñado desde niña. Claro que tampoco había esperado nunca encontrarse a un atractivo vampiro aguardándola impaciente en su cama.

En ell momento en que una hermosa humana —más desvestida que vestida— le vomitó encima, Azrael supo que el regalo de Neva traía gato encerrado. Necesitaba descubrir por qué la bruja le había regalado una humana encantada que le hacía querer olvidarse de todo excepto de tenerla entre sus brazos. Completamente seguro de que con sus siglos de disciplina como rey, resistirse a una mujer encantada no iba a suponerle problemas, solo necesitaba seguirles el juego a ella y a Neva para descubrir dónde estaba la trampa que le habían puesto.

 

Fácil, ¿verdad?

 

Demasiado fácil, quizás.

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El Cuento de la Bestia

Genero: Paranormal romance 
Original Publication Date: January 6, 2016

CAPÍTULO IV

 

 

—Tu castigo será que me beses. ¿O prefieres otra clase de castigo? ¿Y bien? —indagó cuando ella no

reaccionó.

Nerviosa, Anabel se pasó la lengua por los labios resecos. No es que el patán no fuera atractivo.

Todo lo contrario. En condiciones normales habría caído a sus pies de solo darse la posibilidad,

pero la imagen de los largos y amenazantes colmillos no se borraba de su retina. No importaba

si era un sueño, locura o realidad, no quería terminar como un pincho moruno en la boca de…

—Deja de darle tantas vueltas, no voy a hacerte daño.

Anabel frunció el ceño. «¿Los vampiros pueden leer la mente?».

El vampiro en cuestión suspiró con pesadez.

—Sí, los vampiros y la mayoría de las criaturas de esta dimensión.

—¡¿Qué?! —Anabel intentó levantarse de un respingo, pero las fuertes manos en la cintura la

retuvieron sobre su regazo.

—La buena noticia es que puedes aprender a bloquear tus pensamientos.

 —¿Cómo?

—Primero el beso.

—Primero…

—Ah, ah, ah… —El rey movió el dedo índice de un lado a otro—. ¿En qué habíamos quedado sobre quién toma las decisiones?

«¡Dios! ¡Está empezando a sonar como mi padre! ¿Cómo se supone que voy a besar a mi padre?».

—¡Yo no soy tu padre! —exclamó él ofendido

—¿Cuántos  años  tienes?  —preguntó  Anabel,  más  por hacer tiempo que porque realmente le preocupara.

—Mil  cuatrocientos  cuarenta,  échale  unos  años  más  o menos. A veces pierdo la cuenta.

Ella abrió la boca en shock.

—Podrías ser mi tatara-tatara-tatara-tatara…

—No lo soy, así que para —siseó el rey entre dientes.

—Pero podrías serlo, ¿y quieres que te bese? —Con un escalofrío, Anabel se imaginó besando a una momia con el aliento podrido que en el momento de tocarle comenzaba a deshacerse en polvo.

Cuando él la observó con los ojos entrecerrados y los labios apretados, ella supo que le seguía leyendo el pensamiento. ¡Se lo tenía merecido! Puso todo su empeño en imaginarse escupiendo asqueada la reseca ceniza de momia de su boca. Hasta pudo sentir la ceniza secándole la lengua.

Obviamente fue la gota que colmó el vaso. Con un rugido, el rey la cogió por la nuca y la acercó a él. Aprovechó sus labios entreabiertos por la sorpresa para asaltar su interior con pericia y posesividad, no dejando ningún rastro de dudas de que sus siglos de experiencia eran todo un plus a tener en cuenta.

Anabel no tuvo tiempo de defenderse ante el imprevisto asedio, ni a las reacciones que despertó en ella el posesivo beso. La lengua masculina alternaba las suaves caricias sobre sus labios con las minuciosas y exigentes incursiones en su interior, no aceptando otra opción que una igualmente apasionada respuesta por parte de ella.

Se apoyó en él para estabilizarse, sintiendo bajo sus manos el fuerte y atlético pecho del vampiro en el que retumbaba un latido tan acelerado como el suyo propio. «¿El corazón de los vampiros late?». Cuando el susodicho le dio un gruñido de advertencia, Anabel intentó cambiar el rumbo de sus pensamientos. Advirtió cómo sus pezones se estaban endureciendo y… «¡No, eso no!». Comenzó a centrarse en él, en la forma en que sus músculos se movían bajo sus palmas, haciéndola desear deslizar… «¡Arggg! ¡Necesito poner la mente en blanco! Poner la mente en blanco, en blanco…».

—Por todo lo que es sagrado, mujer, ¡deja de pensar de una vez! —gruñó el vampiro sin apenas despegar sus labios de los suyos—. ¡Siente! ¡Solo siente!

Contra todo pronóstico, Anabel se relajó contra él, abandonándose a su seducción, al delicioso sabor a café con caramelo de su invasora lengua, el suave raspado de sus dientes sobre sus labios, los brazos fuertes envolviéndola, dándole la sensación de seguridad, su cuerpo duro y sexy rozándola, rodeándola, haciéndole sentir la necesidad de más.

El vampiro gimió. Ella apenas fue consciente de la facilidad con la que la reubicó sobre su regazo para colocarle las piernas alrededor de su cintura, pero una vez que lo hizo, ella no dudó en apretarlas estrechándose a él.

El rey se alzó con ella en brazos. Antes de que Anabel parpadeara de nuevo, se encontró atrapada entre una pared y el firme cuerpo del vampiro. En la repisa de al lado tambalearon libros, que cayeron estrepitosamente al suelo. Ignorándolo, ambos jadearon al unísono cuando él se apretó contra ella, dejando que la rígida evidencia de su deseo quedara aplastada contra el cuerpo abierto y expuesto de Anabel en una especie de íntimo achuchón.

«¿Quién hubiera pensado que un viejo pudiera estar tan bien…? ¡Ay!». Anabel soltó una protesta ahogada cuando los puntiagudos dientes le mordieron con suavidad los labios en represalia.

—Deja de meterte conmigo —advirtió él medio distraído, balanceando las caderas contra Anabel, arrancándole un gemido de una índole mucho más placentera a base de trazar un camino de lentos besos y juguetones mordiscos desde la barbilla hasta la mandíbula.

—No me… estaba… metiendo contigo —balbuceó Ana- bel sin apenas aliento, abrumada por las nuevas sensaciones que los expertos labios, acompañados por la diestra lengua, le producían al recorrerle el cuello con incitantes caricias.

—Sí lo hacías. ¡Diosa! ¡Qué bien sabes!

—Eres demasiado… negativo… vampiro…

—Llámame «rey», no quiero que me confundas con el

resto de los vampiros de la corte —le ordenó continuando con

su recorrido.

—Lo que sea —murmuró Anabel, dudando que pudiera

llegar a confundirlo con cualquier otro, ya fuera vampiro o...

lo que fuera.

—¿Por qué soy negativo? —preguntó el rey raspando sus

dientes contra la sensible piel.

—Porque... solo… ¡Oh, Dios! ¡Ahí! —le indicó cuando llegó

al hueco que une la garganta con el hombro, dónde parecía

haber algún tipo de botón que disparaba el placer a cien—. Te has quedado… con… ¡ahhh! Lo que crees que es… malo.

—Recuérdame lo bueno de mí, humana —le exigió en un seductor susurro, incrementando el roce de su ingle contra la de ella.

El centro de su sensibilizada feminidad estaba aplastado contra la dura erección, apenas separados por la etérea capa de pañuelos que formaban su falda y la fina tela del pantalón. Sus piernas le rodeaban desnudas y las fuertes manos ardían sobre la piel de sus nalgas. Estaba tan excitada que temía que estuviera manchándole con la humedad que podía sentir derramándose de entre sus muslos. ¿Podía él sentirlo también?

—Puedo —replicó el rey en un ronco gemido que reverberó en el bajo vientre de ella—. Puedo sentirte… tu calor, tu deseo, tu necesidad... Oigo tus pensamientos, tu respiración, cómo tu sangre bombea vigorizada y ardiente. Huelo cómo tu cuerpo me llama a ti, diciéndome que estás preparada. ¡Por la Diosa, humana! ¡Me estás volviendo loco!

No hubo advertencia, ni tiempo para prepararse o intentar escapar. Los finos colmillos se hundieron en la tierna carne de su cuello. El cortante, aunque efímero dolor, le provocó un repentino pánico. Inmediatamente fue sustituido por un intenso y sobrecogedor placer, que se extendió recorriéndola como una corriente eléctrica, haciendo que deliciosas ondas se chocaran en su vientre hasta llegar a un límite de placentera agonía que parecía rozar casi lo inaguantable.

Sus caderas se movían contra él de forma casi frenética, en tanto que los jadeos que llenaban la habitación eran, poco a poco, sustituídos por gritos de puro y tortuoso éxtasis. Los gemidos masculinos sonaban apagados y vibrantes contra su cuello, acompañados de una rápida y ardiente respiración que parecía quemarla. Sus manos la sujetaban con fuerza y sus dedos se hundían en su carne ayudándola a frotarse contra él en busca de un desesperado orgasmo.

Fue entonces cuando llegó al punto de implosión en el que toda la energía, sensualidad y deseo fueron succionados hacia el centro más recóndito de su vientre, dónde fueron concentrados en una pequeña bola densa para finalmente explosionar. El éxtasis se extendió a través de su cuerpo con ímpetu, arrasando con todo a excepción del placer, placer y más placer.

Débil, sudorosa y exhausta, Anabel dejó caer su cabeza contra la pared. El rey mantuvo la frente apoyada en su hombro, su respiración tan fuerte y errática como la de ella. Avergonzada, se percató de que acababa de tener el orgasmo más intenso de su vida con un desconocido que ni siquiera se había tomado la molestia de acariciarla, tocarla… o siquiera bajarse la cremallera. Ignoraba si él había alcanzado el placer como ella, aunque lo dudaba. Un hombre experimentado como aquel no se correría como un crío en sus propios pantalones y menos cuando habría podido hacer con ella lo que quisiera.

«Porque habría podido hacerlo», admitió abochornada para sí misma, «podría haberme pedido lo que quisiera y yo se lo habría dado». Cómo debía de estar riéndose ahora mismo a su costa. La pobre esclava que había proclamado que no haría el amor con él. Su orgullo le demandó que bajara de su cuerpo y se alejara de él, su parte más racional le advirtió que sería incapaz de mantenerse en pie si intentaba hacerlo.

El vampiro se enderezó reubicándola sobre su cintura, dónde Anabel verificó cuán duro seguía todavía y que su deseo seguía sin haberse colmado. La llevó hasta uno de los sillones de cuero frente a la chimenea. Allí la depositó con cuidado, dejándola para acercarse a un mueble bar ubicado en una de las esquinas. Regresó con un vaso y se lo ofreció.

—Bebe, necesitas recuperar líquidos. Aliviará tu garganta —le indicó con una voz ligeramente enronquecida.

Anabel estudió desconfiada el líquido rojizo. Tenía sed y sí, su laringe se sentía reseca y áspera, pero en el palacio de Neva había aprendido que no todo lo que le daban en este mundo era inofensivo. No sería la primera vez que tomaba algo, solo para despertarse mucho después con inesperados cambios o adicciones en su cuerpo.

—No es más que un zumo, aunque es posible que te sepa algo raro. Las frutas con las que está hecho al parecer no existen en tu dimensión. —Cuando ella siguió dudando, el rey tomó un largo trago antes de ofrecérselo de nuevo—. Toma.

Aceptó.  Estaba  demasiado  sedienta  como  para  seguir negándose. Si pensaba hacerle algo estar despierta o no probablemente no supondría ninguna diferencia. Tuvo que usar ambas manos para mantener el vaso estable —más o menos—.

Cerró los ojos al sentir el fresco dulzor sobre su lengua y luego bajándole de forma balsámica por la irritada garganta.

Cuando abrió los párpados, vio mortificada cómo el vam- piro trataba de limpiarse con un pañuelo la enorme huella húmeda que ella le había dejado sobre el pantalón. El rey levantó la cabeza y sus ojos se encontraron. Él tenía una extraña expresión en los suyos.

—¿Quieres más?

Ella negó, apartando abochornada la vista. El rey le quitó el vaso de las manos, depositándolo indiferente sobre la mesita.

Tiró con suavidad de las caderas de Anabel, dejando que su trasero quedara al filo del sillón. Abriéndole las piernas se acuclilló entre ellas. Consciente de que tenía los muslos aún empapados y que los transparentes pañuelos de la falda apenas la tapaban, Anabel intentó cerrarlos y cubrirse. Él le sujetó las muñecas con calma y, con sus anchos hombros ubicados entre sus rodillas, el intento de juntar las piernas fue en vano.

Colocándole las manos sobre los brazos del sillón, el vampiro comenzó a apartar con delicadeza, uno a uno, los sedosos pañuelos que le cubrían la ingle. La respiración de Anabel se tornó entrecortada a medida que las capas que la protegían de su vista iban desapareciendo y las telas se deslizaban como una caricia por su húmeda feminidad, casi como si se resistieran a abandonarla.

Con solo el último pañuelo en su sitio, mostrándola de forma sensual más que tapándola, Anabel hizo un último avergonzado intento de cubrirse ante las pupilas dilatadas que la admiraban.

—¡No! —La negación masculina fue firme.

Las manos de Anabel regresaron inseguras a los brazos del sillón. Sus uñas se hundieron en el resistente cuero a medida que el rey tiraba con suavidad de la última tira de fino velo, deslizándolo entre sus pliegues, rozando su sensibilizado centro hasta dejar los rosados y brillantes labios hinchados abiertos y expuestos ante él. La expectación fue formando un nudo en el vientre de Anabel a medida que la hambrienta mirada del rey viajaba sobre la húmeda evidencia de su deseo.

Ábrete para mí —murmuró él.

Abochornada, ella usó sus dedos para estirar los aterciopelados labios exteriores, descubriendo el delicado interior. Los ojos del rey vagaron fascinados sobre su expuesta intimidad, haciéndola sentir tan avergonzada como excitada. El vientre de Anabel se encogió y la diminuta perla entre sus pliegues se irguió, endureciéndose bajo la atenta inspección masculina y las caricias del aire fresco.

El rey tragó saliva justo antes de tocar con suavidad las pequeñas bolas de zafiro que habían estado ocultas entre sus pliegues y que iban a juego con las que adornaban el ombligo de Anabel.

—¿Un piercing?

—Neva —replicó Anabel con apenas una exhalación.

—¿Algo más? —preguntó él.

—Tatuajes. —Anabel fue incapaz de formular una frase más coherente, pero por cómo los ojos del rey se oscurecieron llenos de deseo y su cara se contrajo con una ligera mueca de dolor, ella supuso que debía de haber sido capaz de captar la idea.

—¡Luego! —Fue la igualmente escueta respuesta, antes de que el rey bajara la cabeza arrancándole un largo gemido y el cuerpo de Anabel se tensara, prácticamente levantándola del sillón.

Hipnotizada, sus ojos se mantuvieron anclados a los de él en tanto la codiciosa lengua masculina seguía la ruta trazada por su mirada, invadiendo y saqueando todo lo que encontraba a su alcance a lo largo del tortuoso recorrido.

Ella abría y cerraba la boca, dividida entre acallar sus jadeos y llevar aire a sus pulmones, en tanto él trazaba lentos círculos alrededor del piercing. Los pechos de Anabel se elevaban con rápidos e irregulares movimientos, delatando de forma clara cuándo la diestra lengua topaba con un punto especialmente sensible. Podía sentir cómo la tensión causada por el placer crecía y se concentraba en su bajo vientre, haciéndola hincar las uñas en los brazos del sillón para evitar tirarle del pelo y acercarlo más a ella. Era eso o rogarle que se dejara de juegos y acabara con esa sensación de profundo vacío que sentía en su interior. Cuando los algo ásperos dedos encontraron el camino dentro de su cuerpo, Anabel se olvidó de todo y, echando la cabeza hacia atrás, gritó su éxtasis.

—¡Incorpórate!

Anabel parpadeó confusa ante el repentino e irritado siseo, solo para encontrarse mirando perdida hacia la otra esquina de la biblioteca, a la espalda del hombre que hacía menos de un suspiro había estado entre sus piernas lanzándola hacia las estrellas.

Allí estaba, frío e indiferente, echándose una bebida en tanto ella trataba de taparse abochornada, apenas percatándose de que ya lo estaba y que tras solo un leve golpeteo de advertencia la puerta de la biblioteca se abría.

—¿Hermano?

El hombre guapo —«¿Zadquiel se llamaba?»— cerró la puerta tras él, pareciendo dudar antes de dar otro paso dentro de la habitación.

Obligándose a no hundirse en el sillón, Anabel observó cómo las aletas de su nariz se abrían varias veces. Sus ojos reflejaban curiosidad al estudiarla, antes de dirigir su atención hacia la parsimoniosa indiferencia de su hermano.

—¿Qué quieres? —preguntó el rey, dejándose caer tranquilamente sobre la mesa y cruzando sus piernas antes de tomar un largo trago.

—Eh… —Los labios del hermano se curvaron ligeramente hacia el lateral izquierdo—. Venía para recordarte que tienes una reunión con el emisario de las gárgolas. Te espera en la gran sala.

El rey contempló el contenido de su copa al removerlo antes de dirigirse hacia Anabel, que se movió inquieta en el sillón.

—Puedes irte. Te llevarán a mis aposentos. Toma un baño y arréglate. Hoy puedes cenar en la habitación. Enviaré a alguien para que te recoja más tarde y te lleve al salón de los festejos. Recuerda tu posición cuando lo hagas —le advirtió, antes de soltar el vaso dándola por despedida.

Bajo el atento escrutinio de Zadquiel, Anabel sintió cómo el calor de la humillación se extendió desde su rostro al resto del cuerpo. Levantándose de un salto se dirigió sobre piernas temblorosas hacia la puerta, deseando que la tierra se la tra- gara en el proceso.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Zadquiel se giró hacia su hermano con una ceja arqueada.

—¿Qué? —gruñó Azrael.

—Esa hermosa e inocente criatura ni siquiera se ha dado cuenta de que ha conseguido que el ‹‹Rey de Reyes›› haya tenido el más innombrable de los accidentes, ¿verdad? —preguntó Zadquiel, lanzando un significativo vistazo hacia la entrepierna del susodicho rey.

—No. Y ese accidente seguirá siendo innombrable si no quieres convertirte en nuestro embajador oficial para con Neva—siseó Azrael entre dientes, con un oscuro tono de advertencia que dejaba claro que si osaba hacer un solo comentario al resto de sus hermanos tendría que pagar las consecuencias.

—¿Quiere Su Majestad que le traiga unos pantalones limpios para cambiarse antes de salir de aquí? —ofreció Zadquiel con una reverencia burlona que denotaba claramente que el hecho de obedecerle no lo libraría de sus mofas.

—¡Sí! —rechinó Azrael, en contra de su voluntad.

Zadquiel se encaminó hacia la puerta con una carcajada, pero antes de salir se giró hacia su hermano:

—Ten cuidado, Azrael. Ella podrá ser inocente, pero desconocemos las intenciones de Neva. Creo que ha quedado claro que sea cual sea el encantamiento que les ha hecho a las humanas funciona.

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