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El Cuento de la Bestia
ISBN-13-9880770074082
Convertirse en regalo para un todopoderoso rey de otra dimensión, que creía que podía hacer con ella lo que le diera la gana, no era precisamente el cuento de princesas con el que Anabel había soñado desde niña. Claro que tampoco había esperado nunca encontrarse a un atractivo vampiro aguardándola impaciente en su cama.
En ell momento en que una hermosa humana —más desvestida que vestida— le vomitó encima, Azrael supo que el regalo de Neva traía gato encerrado. Necesitaba descubrir por qué la bruja le había regalado una humana encantada que le hacía querer olvidarse de todo excepto de tenerla entre sus brazos. Completamente seguro de que con sus siglos de disciplina como rey, resistirse a una mujer encantada no iba a suponerle problemas, solo necesitaba seguirles el juego a ella y a Neva para descubrir dónde estaba la trampa que le habían puesto.
Fácil, ¿verdad?
Demasiado fácil, quizás.
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CAPITULO I
Ajustándose el nudo del pañuelo, Azrael observó tenso cómo la última comitiva atravesaba la gran verja
de entrada a los jardines y se acercaba a la escalinata del palacio. Otro problema más que llegaba para
participar en el Festival de la Luna Azul. Uno entre tantos.
Azrael suspiró al bajarse las mangas del frac. Odiaba las fiestas, especialmente esta. Su pueblo y los
invitados solo pensaban en la diversión, la libertad y la lujuria. Nadie parecía percatarse del peligro y
los constantes problemas, excepto él. Los temperamentos caprichosos y volátiles de los seres más
poderosos y temibles de esta dimensión estaban aquí, juntos, en su hogar. ¿Y a alguien le importaba?
No, claro que no. Para ellos solo contaba si el vino era de buena cosecha, si abundaba la comida y si
podían llevarse jugosos chismorreos como suvenir.
Después de una tarde entera restaurando la paz entre las gárgolas y las quimeras, Azrael había
esperado poder esconderse un rato en la biblioteca para poner los pies en alto y relajarse. Aunque
eso, por supuesto, era pedir demasiado. A estas alturas debería haber aprendido ya que un rey no
descansa nunca. ¿Pero Neva? ¿Tenía que ser precisamente Neva la que llegara ahora?
De todos los seres poderosos que conocía, Neva era la que más alegría y al mismo tiempo mayor
inquietud le causaba. Capaz de hacerlo reír, pensar o simplemente maravillarse ante cualquiera de
sus múltiples habilidades, el peligro de Neva no estaba simplemente en la inestable combinación
de ser la Reina de las Nieves y la más poderosa de las brujas, sino, sobre todo, a su carácter de niña eterna. De entre las más antiguas criaturas de la dimensión, Neva no había crecido ni lo haría jamás, lo que la convertía tanto en una delicia como en un polvorín siempre a punto de estallar. Si algo tenía claro Azrael, era que prefería no estar cerca cuando esa explosión se produjera.
—Relájate, hermano. Ya sabes lo que le gusta jugar con los que la temen. —Su hermano Cael le puso una mano tranquilizadora sobre el hombro.
—No es miedo, es… intranquilidad.
Azrael entrecerró los párpados para estudiar el vagón blindado situado justo detrás del carruaje real de Neva. Había algo extraño en él. No encajaba con el resto del cortejo. ¿Por qué traía Neva un carruaje blindado?, ¿y para qué necesitaba tantos guardias para protegerlo?
—Sé a qué te refieres. —Cael le dio un ligero apretón en el hombro antes de retirar la mano—. Como si las mujeres no fuesen ya de por sí complicadas, esta encima no es ni mujer ni niña, a pesar de ser las dos cosas.
Zadquiel a su derecha bufó.
—No sé de qué os quejáis. Vosotros le caéis bien. Es a mí al que no traga. ¡Estoy hasta las narices de aguantar los caprichos de esa cría!
Azrael no contestó. Neva era caprichosa, sí, pero aun a pesar de su imprevisible genio siempre había un motivo tras
sus acciones. El problema era averiguar cuál era ese motivo.
—Sigo preguntándome qué fue lo que hiciste para que en su última visita te dejara atrapado en la bañera bajo una capa de hielo —comentó Cael cosechándose una ojeada enfurruñada de Zadquiel.
Azrael cabeceó con un suspiro, preparándose para otra de las típicas trifulcas de sus hermanos.
—¡Nada! ¡Absolutamente nada! ¡Ya os lo dije! Solo estaba tratando de convencer a una de las sirvientas para que disfrutara de un chapuzón conmigo.
—¡Mmm! Supongo que eso explica ese extraño iceberg en mitad de la bañera, e incluso por qué tenías solo un brazo fuera cuando te dejó la mano congelada donde fuera que la tuvieses —se mofó Cael—. Pero sigue sin explicar por qué decidió que te sentaría mejor el agua helada. Neva nunca ha sido una mojigata. Siempre me ha parecido que le divertían los escarceos de los demás.
—¿Y esperas que yo lo sepa? —gruñó Zadquiel.
Todos callaron cuando el carruaje real se detuvo al pie de la escalinata. La reina-niña bajó y salió disparada hacia Azrael, quién la atrapó divertido a pesar de su anterior inquietud.
—¿Dónde están mis regalos? —Las carcajadas infantiles resonaron como diminutas campanillas al viento cuando Azrael la giró en el aire con los brazos alzados.
—Muy buenas tardes a vos también, Su Majestad —bromeó Azrael bajándola de nuevo al suelo.
—¡Déjate de pamplinas! Te conozco. ¡Quiero mi regalo!
Azrael cruzó los brazos enarcando las cejas.
—¿Qué te hace pensar que tengo uno para ti?
—Siempre tienes un regalo para mí. ¡Dámelo! —La niña estiró la pequeña mano con una sonrisa satisfecha—. Además, yo también traigo una sorpresa para ti, ¿quieres verla?
—¿Me va a gustar?
Azrael mantuvo su fachada relajada, aunque no pudo evitar que sus músculos se tensaran y sus colmillos hicieran el amago de desplegarse. Quién pensara que las sorpresas siempre eran agradables se equivocaba, sobre todo en aquella dimensión.
—¡Te encantará! —prometió ella tocando excitada las palmas.
—Entonces primero quiero el mío —exigió Azrael con una sonrisa torcida, que despertó la visible indignación en ella.
—¡De eso nada!
—¿No son los huéspedes los que traen un regalo a casa de
su anfitrión? —Azrael arqueó la ceja.
—Eso no vale para las reinas.
—¿Y cuándo he dejado yo de ser un rey?
—Las damas tienen preferencia. Además, los dos sabemos que yo tengo más paciencia y que soy más pesada que tú.
¡Ríndete y dame mi regalo!
Poniendo los ojos en blanco, Azrael sacó el saquito de terciopelo del bolsillo, lo abrió y dejó caer el contenido en las diminutas palmas. Con un chillido de placer, Neva se lanzó a su cuello para estamparle un sonoro beso en la mejilla. Colocándose los delicados peinecillos de nácar y esmeraldas en los rizos dora dos, la niña se giró para escoger a su próxima víctima.
Cuando Neva se dirigió hacia Cael, él ya la esperaba con una amplia sonrisa y los brazos abiertos. Azrael reprimió una carcajada cuando ella ignoró la invitación y fue directamente a por los bolsillos de la chaqueta.
—Primero mis regalos. Los achuchones son para luego.
—Parándose en seco, la niña frunció el ceño y ojeó a Cael de forma acusadora—. ¡No tienes nada en los bolsillos!
Cael metió parsimoniosamente las manos en su chaqueta sacándose el forro de los bolsillos.
—¡Vaya! Hay un agujero en el fondo.
Ella frunció el entrecejo y puso los brazos en jarras.
—¡No me digas que otra vez te lo has escondido dentro de
los calcetines!
—Me ofendes —replicó Cael con su mejor cara de ángel caído—. ¿Estás insinuando que… —Cael carraspeó mientras Neva esperaba con un impaciente taconeo—, te disgustan mis calcetines?
—¡Arggg! ¡Deja de reírte de mí! —exclamó Neva—. ¡Quiero mi regalo!
—Y yo quiero mis achuchones al igual que se los diste a él.
—Cael señaló con la barbilla hacia Azrael y le abrió de nuevo los brazos a la niña, quien finalmente se dejó abrazar con un pequeño mohín—. Puedes rebuscar todo lo que quieras, no lo vas a encontrar —le advirtió Cael con una risita baja, haciendo que ella abandonara con un suspiro el disimulado registro—.
Por cierto, bonito colgante. Una brillante estrella para el rutilante cometa…
—¿Qué? ¡Oh! —chilló Neva, nuevamente extasiada al ver la exquisita estrella tallada en piedra luna blanca que ahora pendía de su cuello—. ¿Cómo lo has hecho?
—Bueno, encontré la piedra en uno de mis…
—¡Eso no, tonto! ¿Cómo has conseguido colgármela sin que me diera cuenta? No eres un mago.
Cael le dedicó una sonrisa burlona.
—A veces algo tan simple como la velocidad puede convertir lo normal en magia.
Poniéndose de puntillas, la niña esperó a que Cael se inclinara para darle un beso en la punta de la nariz.
—Siempre has sido el más dulce de los príncipes, mi querido Cael. Por cierto, ¿dónde están Rafael y Malael?
—Están atendiendo al resto de los invitados. Mi madre no ha podido llegar a tiempo para el festival —los excusó Azrael, observando a la angelical belleza infantil detenerse frente a Zadquiel, quien se mantuvo con los brazos cruzados y una expresión adusta.
—No esperarás nada de mí, después de lo que me hiciste la última vez, ¿verdad? Neva lo observó seria, con la cabeza ligeramente ladeada.
—Te equivocas. De ti es del que siempre esperaré algo, Zadquiel.
—¡Olvídalo! —espetó Zadquiel entre dientes, solo para comenzar a maldecir unos segundos más tarde—. ¡Maldita sea! ¿Cómo una bruja tan retorcida como tú puede poner esos ojitos de inocencia? —gruñó.
Azrael lo entendía a la perfección. ¿Quién les enseñaba a las mujeres a usar esos pequeños pucheros? Cualquier hom- bre se sentía impotente ante esas diminutas y bien aprendidas muestras de vulnerabilidad, siempre dudoso de si eran reales o únicamente una herramienta de manipulación femenina.
—¡Ríndete, grandullón! A estas alturas ya deberías saber que ella siempre gana —se carcajeó Cael.
—Entonces, ¿tienes algo? —Saltó esperanzada Neva.
Era curioso cómo una criatura tan vieja podía conservar la ilusión infantil por un regalo. Azrael sospechaba que, en el fondo, para Neva se trataba de saber que la apreciaban, algo que él y su familia hacían, aunque no perdieran de vista
lo peligrosa e imprevisible que podía llegar a ser. De alguna forma, para toda la familia se había convertido en una costumbre tener siempre un detalle preparado para cuando ella viniera de visita. De hecho, le constaba que Zadquiel también lo tenía, porque al igual que el resto de los hermanos, había mandado a un sirviente a sus aposentos en cuanto le anunciaron la llegada de Neva.
—¿En qué quedamos? ¿Lo esperas siempre o no? —rechinó disgustado Zadquiel.
—¡Siempre! —sonrió ella feliz, alargando la mano.
Con el debate interno reflejado en su rostro, Zadquiel estudió durante unos instantes la palma infantil abierta ante él.
«¡Cómo si aún estuviera a tiempo para arrepentirse!». Azrael rio para sí. Con un resoplido, Zadquiel finalmente metió la mano en su chaqueta sacando un pequeño paquete envuelto en satén.
—¿Qué es? —Neva estiró el cuello para verlo.
Descubriendo un precioso joyero de plata labrada, Zadquiel le abrió la tapadera para que pudiera ver la diminuta versión de sí misma bailando sobre la nieve. Azrael siempre había considerado a su hermano menor como un auténtico artista, y esta era una de esas ocasiones en que podía confirmarlo. No le extrañaba que Neva se quedara contemplando su hermoso regalo con una brillante lágrima resbalándole por la mejilla. Zadquiel había sido capaz de captar la esencia etérea y atemporal de Neva en esa delicada figura.
La niña cogió el joyero con cuidado, como si temiera que se le fuera a caer, pero en vez de abrazar a Zadquiel o agrade-cerle el regalo, regresó hacia Azrael. No despegó sus ojos de la pequeña bailarina.
—Vamos a la sala de tronos, mis obsequios se merecen una presentación adecuada. Haced que venga Malael también. El de Rafael se lo pueden llevar directamente a los establos para que lo disfrute allí mañana con más tranquilidad.
EXTRAS
Advertencia: escenas eróticas explícitas, solo para mayores de 18 años y no aptas para todos los públicos.