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El Poeta

El Cuento de la Bestia

Los labios de Azrael se curvaron hacía un lado en cuanto pasó por el siguiente espejo. Se paró, la miró y le indicó con la barbilla que echara un vistazo. Anabel se giró curiosa hacía el espejo para mirar a través de él. Sabía que ese era el cuarto del poeta en cuanto vio los muebles. Lo recordaba de la última vez que había estado espiando a través del espejo. Sus ojos se abrieron al reconocer a la chica prácticamente desnuda tendida sobre la cama. ¿No era aquella la sirvienta que había estado robando los bombones el otro día? ¿Y qué era eso tan extraño que apenas cubría su desnudez?

¡La extraña ropa interior que llevaba eran bombones! ¡Había unido los bombones con hilo para confeccionarse ese extraño bustier y  tanguita de bombones! ¡Y también eran bombones lo que tenía decorando los dedos de sus pies! Anabel tuvo que obligarse a cerrar la boca.

—Sabes lo que va a ocurrir ahora, ¿verdad? —Azrael le recorrió la

nuca con la nariz—. ¿Quieres quedarte a presenciarlo o prefieres

seguir el camino?

Anabel nego con la cabeza, incapaz de desprender su mirada del poeta que se encontraba arrodillado desnudo en el suelo, con los ojos tapados por un pañuelo negro y las manos atadas a la espalda. Movía la cabeza de un lado a otro como si estuviera olisqueando a su alrededor.

—¿Qué está haciendo? —preguntó cuando el poeta avanzó de rodillas y toqueteaba el suelo con la nariz como si estuviera buscando algo con ella.

—Fíjate bien en el suelo y los muebles. Ella le ha dejado un rastro de bombones para que él lo siga y la encuentre.

Centrando su mirada por la habitación, Anabel parpadeó sorprendida. Azrael tenía razón. Justo en ese momento el poeta localizó el primer bombón y lo recogió con su boca. Su expresión de éxtasis cuando alzó el rostro la dejó tan confusa que no tuvo más remedio que preguntar:

—¿Eso son bombones normales? Yo pensaba que era una adicta al chocolate, pero… ¿Has visto la cara que pone?

Azrael rió por lo bajo.

—Ella es una fey. La sangre de los fey tiene un dulzor y sabor especial. Una auténtica delicia para un vampiro siempre que se tome en pequeñas dosis. No me extrañaría que hubiera rellenado los bombones con algo de su sangre.

Anabel se removió inquieta.

—¿Qué le detendrá de desangrarla cuando la alcance?

—Si la hubiera querido desangrar ya lo habría hecho pero, aunque quisiera hacerlo, eso difícilmente ocurrirá. La sangre fey en pequeñas dosis es exquisita, pero también resulta empalagosa si te pasas. Sin contar que a grandes dosis puede ponernos enfermos.

—¡Vaya!

—¡Mhm! Mucho mejor tener a una deliciosa esclava humana para mantener la salud…

—¡Idiota! —Anabel le propinó un codazo en las costillas—. Con esas cosas no se bromean.

—Echa cuenta, vas a perderte lo más interesante —le señaló Azrael divertido.

Sorprendida, Anabel constató que tenía razón. El rastro de bombones no habia llevado al poeta hacia las piernas abiertas de la sirvienta como había esperado. Estaba acercándose a ella desde la cabeza y la chica acababa de ponerse un bombón en los labios.

No hubo titubeos por parte del poeta cuando bajó la cabeza a por su premio. Casi se podía saborear el chocolate en el aire viéndolos besarse mientras compartían el bombón entre ellos. ¿Se estaría derritiendo con el calor de sus bocas?

Anabel se apoyó contra el firme pecho de Azrael y siguió fascinada cómo el siguiente bombón que reclamó el poeta era el que coronaba uno de los pezones de la sirvienta. El hombre no se limitó a comerlo sin más. Lo lamía, lo rodeaba con su lengua, trazando de paso la oscura aureola de la chica. Lo chupó en su boca, tomando todo lo que pudo del pecho de la chica en el proceso y luego relamió el pezón hasta dejar atrás una reluciente perla hinchada que parecía pedir a gritos que siguiera prestándole atención.

Cuando la uña de Azrael pasó por encima del corsé, raspando por el camino su endurecido pezón, Anabel apretó los labios para no gemir. La estaba afectando la escena que estaban presenciando ¡y cómo la estaba afectando!

El poeta repitió el mismo proceso con el otro pezón y con cada uno de los bombones que encontraba esparcidos sobre los marmóreos pechos de la sirvienta, antes de seguir su recorrido por el ombligo. Los dedos de la chica se sujetaban al edredón mientras arqueaba su cuerpo para ofrecerse a él.

—¿Sabes que con cada bombón que él devora, tu corazón se acelera un poco más? Tus pechos se han hinchado bajo mis manos como si quisieran que los liberara, y puedo oler tu excitación… la humedad que se está derramando entre tus muslos…

Anabel no protestó cuando él le bajó las mangas del vestido por los hombros, ni cuando le liberó los pechos por encima del corsé. Su respiración se detuvo cuando él le fue alzando la falda poco a poco por delante, sintiendo cómo el filo de la tela iba subiendo por sus piernas. Encogió la barriga cuando Azrael metió la mano en los pantaloncitos largos que usaba de ropa interior y casi gritó de alivio cuando sus dedos, por fin, alcanzaron la cálida humedad entre sus pliegues.

—¡Diosa! ¡Estás empapada!

En la habitación del poeta resonó un agónico jadeo. El hombre había alcanzado su premio entre las piernas de la sirvienta quién alzaba las caderas para facilitarle el acceso. Los gemidos que podía oír a través del espejo eran los mismos que se escapaban de los labios de Anabel ante la experta atención que Azrael le dispensaba a su clítoris. Anabel le sujetó por el cabello cuando el placer que le causaban los labios, lengua y dientes de Azrael en el cuello se volvió más intenso.

Fascinada, Anabel observó como la sirvienta no se conformaba con tener la cabeza del poeta enterrada entre sus muslos. Había cogido con una mano la gruesa erección del poeta, mientras atendía con sus labios el pesado saco que caía justo sobre su cara. Lo hacía con tal dedicación que era evidente que lo disfrutaba. Tanto que a Anabel le despertó el apetito por imitarla.

Si no hubiese sido porque se habría perdido el espectáculo entre la sirvienta y el poeta, no habría dudado en pedirle a Azrael que se agachara con las manos apoyadas en la pared para poder chuparlo y saborearlo de la misma forma en que la chica lo hacía con su amante. El vientre de Anabel se contrajo de placer ante la idea.

Azrael gimió, como si adivinado el nuevo chorro de traidora humedad que se escurrió entre sus muslos.

—¡Diosa! ¡Necesito probarte!

Empujándola delante, hasta que quedó apoyada con una mano a cada lado del espejo. Azrael le levantó la falda desde atrás y le abrió el pantaloncito por la entrepierna. Anabel jadeó cuando la lengua masculina la penetró sin mayor aviso inundándola de placer. El jadeo se entremezcló con un grito cuando la lengua alternó un ligero aleteo exterior, con una invasión profunda e intransigente que la obligó a inclinarse aún más y abrirse de piernas para facilitarle el acceso.

Anabel se olvido del poeta y la sirvienta, sólo sus jadeos y gemidos, que resonaban como una banda sonora de fondo en el pasillo, seguían presentes mientras la lengua de Azrael la llevaba en una vertiginosa montaña rusa hacia el éxtasis.

Sus músculos se contraían alrededor de la lengua de Azrael como si quisieran apresarlo, su clítoris se volvió tan sensible que incluso el aire frío le causaba placer.

El momento en que Azrael se levantó y la embistió de una sola estocada, Anabel chilló aliviada. Eso, justo eso era lo que necesitaba. A él dentro de ella, llenándola, colmándola, fundiéndose con ella, haciéndola sentir completa mientras su cuerpo se inundaba del salvaje placer.

—¡Míralos! —gruñó Azrael tirándola del pelo para que alzara la cabeza y viera cómo la sirvienta acababa de girarse y colocarse sobre la cara del poeta.

—¡Oh… Diosss!

En el pasillo resonaba el sonido húmedo de las caderas de Azrael chocando con fuerza contra sus nalgas, mientras la sirvienta se lanzaba hambrienta sobre la orgullosa erección del poeta y se la tragaba con fervor. Anabel no estuvo segura de si fueron las embestidas firmes de Azrael mientras la hacia suya, si era el ver que los pechos de la sirvienta se bamboleaban tanto como los suyos mientras el poeta la penetraba con su lengua, si era la forma hambrienta en que los dos amantes se devoraban mutuamente, o si era el saber que las manos del poeta se incrustaban en las caderas de la chica con la misma fuerza en que las de Azrael la sujetaban a ella mientras sus cuerpos chocaban con frenesí… Fuera lo que fuera, su vientre se contrajo con fuerza y el placer se expandió como un tsunami que arrasó hasta la última celula de su ser. El pasillo se llenó de sus gritos, del gruñido ronco de Azrael cuando los afilados colmillos se clavaron en su cuello lanzándola a un nivel más alto de éxtasis si era posible y los chillidos ahogados de la sirvienta.

 

Anabel apoyó la frente en el frío cristal del espejo, mientras Azrael la abrazaba por detrás y su vientre aún se contraía con suavidad alrededor de él, como si no quisiera dejarlo salir.

En la habitación, la sirvienta se había dejado caer exhausta sobre el poeta, descansando su mejilla sobre el muslo masculino. Sus labios y barbilla estaban manchados de semen, pero con sus mejillas sonrosadas y sus ojos brillantes, a la sirvienta no parecía importarle.

Azrael se retiro con un gruñido de ella, le bajó la falda y la giró para apoyarla contra la pared y abrazarla.

—¿Todo bien?

Anabel rió ante su pregunta.

—¿No se ha notado?

Azrael carcajeó por lo bajo y le besó la húmeda frente.

—Yo diría que alguien tiene una vena voyeur.

Las imágenes de lo que había visto por el pasillo la vez anterior se cruzaron por su mente. Recordó las sensaciones que había experimentado aún contra su propia voluntad. ¿Qué habría pasado si Azrael la hubiera acompañado aquella vez?

—¿Sólo «alguien»? Si me preguntas a mí, yo diría que somos dos los pervertidos que estamos aquí.

El carcajeo se convirtió en una risa profunda. Azrael le levantó la barbilla para que lo mirara.

—Mi dulce e inocente humana… Será un placer para mí enseñarte qué es la verdadera perversión.

Ella le habría preguntado qué era la perversión para él, pero sus labios bajaron a los de ella para besarla. «Luego, luego habrá tiempo de preguntarle».

Convertirse en regalo para un todopoderoso rey de otra dimensión, que creía que podía hacer con ella lo que le diera la gana, no era precisamente el cuento de princesas con el que Anabel había soñado desde niña. Claro que tampoco había esperado nunca encontrarse a un atractivo vampiro aguardándola impaciente en su cama.
El Cuento de la Bestia

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