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Septiembre 2022

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Mentiras

de Cristal

Tess

Todo fue una confusión. Es Anya la que estaba comprometida a casarse con Dimitri Volkov; ella la que debería haberse enfrentado al peligro insondable de sus pupilas o al helado azul de sus iris; la que se pusiera a sudar con el calor de su cercanía y el tacto de sus ásperas manos al recorrer su piel.

Si al menos me hubiesen escuchado, pero no, mis secuestradores pensaron que solo trataba de escapar. Ahora todos creen que soy Anya Smirnova y ya no hay vuelta atrás.

Nadie engaña a la Bratva y sale indemne.

Nadie traiciona a Dimitri Volkov y vive para contarlo.

Estoy condenada.

 

Dimitri

Dijeron que era una chica dulce, complaciente, sumisa y educada para ocupar su lugar a mi lado. Lo que encontré fue a una mujer capaz de sostenerme la mirada y de volver mi mundo del revés. Puede que fuese eso lo que hizo que mi sangre hirviera y que mi deseo por doblegarla superase la fría racionalidad con la que manejo mi vida y a mis hombres. Hay algo en ella que me empuja a romper mis propias normas y eso, en un universo regido por la violencia, la venganza y la ambición de poder, no es bueno.

Ya es demasiado tarde. Cometí un error y hasta el más mínimo de ellos tiene consecuencias.

Solo hay dos formas de terminar esto y ambas suponen su destrucción.

Por desgracia para ella, soy el jodido villano, no el héroe de nuestra historia.

Romántica contemporánea

erótica

GÉNERO

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Disponible en formato ebook y en papel

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 Disponible el 11 de octubre de 2022

Fecha de Publicación

CAPÍTULO 1

 

 

 

Tess

—¿Aún no has preparado las maletas? —Anya entró en mi habitación sin llamar y estudió el desastre que me rodeaba.

En realidad debía estar acostumbrada a él. ¿Cuándo, en los últimos cinco años que llevábamos en el instituto, no había tenido ropa esparcida por cualquier superficie disponible, mi maquillaje tirado encima del escritorio, junto a los fluorescentes y los bolígrafos, y las sábanas deshechas? Nunca, o al menos no hasta que no me quedase más remedio, lo que básicamente se reducía a las inspecciones periódicas del centro o a los días en que Anya se hartaba. Bajo su capa de pura dulzura, la chica escondía el alma reencarnada de un general nazi que me obligaba a limpiar bajo amenaza de no compartir conmigo su pizza teriyaki o la caja de deliciosos muffins de chocolate belga que acostumbraba a pedir los fines de semana.

—Estoy en ello —mascullé, pescando el sujetador deportivo, que no había visto desde Halloween, de debajo de la cama mientras alcanzaba las botas que había guardado allí, justo la semana pasada.

—¿Que estás en ello? ¡Tess! Son las seis. ¡El baile de fin de curso es dentro de tres horas!

—¿Y? Tengo una hora para tirarlo todo en la maleta, otra hora y media para ducharme y vestirme, y aún me sobran treinta minutos para que nos tomemos una copa y brindemos por el final de una etapa de nuestra vida y el comienzo de una nueva.

En vez de la sonrisa de felicidad que esperaba, Anya se sentó en el borde del colchón con los hombros caídos.

—¿Crees que es una buena idea?

No hacía falta que me aclarase a qué se refería. Era lo único de lo que hablábamos desde hacía meses.

—La mejor.

—Pero ¿y si…? —Anya se mordisqueó la uña del dedo meñique.

—No nos cogerán —la corté decidida, apartándole la mano de la boca.

—Tess, es endemoniadamente rico y tiene… hombres muy cualificados a su disposición, prácticamente un ejército.

—Y nosotras, tal y como estás a punto de recordarme, somos unas chicas normales y corrientes. Lo que significa que no solo nos subestiman, sino que además carecemos de valor para ellos. —Cogí mi móvil, pegué mi cabeza a la suya y estiré el brazo—. ¡Sonríe! ¿Ves?, eso es. —Tras asegurarme de que la foto estaba perfecta le puse un filtro, un par de corazoncitos, la subí a Instagram y se la enseñé—. No perderán su tiempo con unas chicas tontas y superficiales como nosotras. Eres una monada y todo eso, y no digo que no seas mejor que todas ellas juntas, pero ese hombre tiene literalmente a cientos de mujeres a sus pies suspirando por él.

La sonrisa que Anya había mostrado para la audiencia se esfumó de inmediato. Sacudió la cabeza y sus ojos se cubrieron con aquel brillo de terror rojizo que solía acompañar a este tipo de conversaciones.

—No lo entiendes. Es ruso, de una familia adinerada e importante, más que la mía. El honor y la imagen que proyecta lo son todo en su entorno. Dimitri no puede permitirse el lujo de que alguien tan insignificante como yo lo deje tirado sin tomar cartas en el asunto. Me buscará con la sola intención de ponerme en mi lugar y demostrarle al universo que es todopoderoso.

—Anya, mírame. Sé que te han criado pensando que ese tipo de hombres son una especie de dioses, pero por el mundo hay millones de chicas como nosotras. Tenemos nuevas identidades, no nos moveremos en sus círculos y nuestros planes de escape son perfectos. Los hemos repasado miles de veces. No nos encontrará.

—¿Y si lo hace? ¿Y si nos encuentra?

Apreté los labios. Ambas sabíamos lo que podría ocurrir si lo hacía.

—Tal y como yo lo veo, no habrás perdido nada por intentarlo. Estamos haciendo esto por ti. Dime la verdad, ¿quieres hacerlo? ¿Quieres casarte con un hombre ocho años mayor que tú, al que nunca has conocido en persona, simplemente porque tus padres cerraron un acuerdo con el suyo cuando apenas tenías nueve años?

Cuatro diminutas lágrimas resbalaron por sus mejillas.

—No, no creo que pudiera sobrevivir junto a él si lo hiciese.

Secándole las mejillas con el pulgar me forcé a sonreír.

—Entonces, no queda nada más por discutir. Y ahora basta de chácharas. Ayúdame a terminar el equipaje, me niego a aparecer en la fiesta hecha una piltrafa. Es nuestra última noche como Anya y Tess, y vamos a brillar y hacer que nos recuerden por el resto de su existencia.

Ella rio con debilidad y se secó los ojos.

—Se te olvida que vendrán los chicos del instituto Zürich International.

—Pues con más razón. Necesito romper mi maldición y no puedo hacerlo con las arpías que tenemos por compañeras —bromeé sobre mis intentos fallidos de perder mi virginidad, que, siendo sincera, fueron más bien patéticos—. Llevo cinco años tratando de sentirme atraída por alguna de ellas, pero no hay manera de que mi libido reaccione con ninguna.

—Podrías haberlo intentado con el profesor Schneider.

—¡Se jubiló el curso pasado! —chillé con exageración, dándole con la almohada y cayéndonos a ambas sobre la cama entre risas—. Aunque, ahora que lo dices, podría haber probado contigo.

—Aaargh… Ni se te ocurra. Ni en sueños dejaría que me restregaras tus tetas por la cara.

Fruncí los labios, pensativa, y bajé la mirada a mis pechos, que no estaban nada mal, si se me permite opinar al respecto.

—No era eso lo que iba a restregarte o…, bueno, no sería lo único. En esas pelis porno que estuve viendo…

—¡Calla o me voy! —Anya se tapó las orejas.

Sonreí en secreto ante su mueca escandalizada. La había distraído y era justo lo que pretendía.

Colocando mi maleta sobre el colchón, la abrí y tiré dentro el recién rescatado sujetador . No iba a necesitar mucho espacio para llevarme lo poco que tenía. No pensaba cargar ni con los uniformes escolares ni con los libros. El misterioso benefactor, que me había pagado mi estancia en el exclusivo internado de señoritas suizo, me proporcionaba lo que me hacía falta para el día a día, lo que imagino que explica por qué solo poseía un par de conjuntos compuestos por vaqueros, camisetas y sudaderas, más allá de los uniformes y los ocasionales vestidos para asistir a los bailes y funciones que se organizaban de forma puntual a lo largo del año académico. Con todo, no podía quejarme cuando mi destino tras el accidente fue terminar en un centro de acogida de menores.

Estaba tan distraída con mis pensamientos que no reparé en el timbre del móvil hasta que el aparato se resbaló entre los dedos de Anya y rebotó contra el suelo.

—¿Anya? ¿Qué pasa? —En dos zancadas estuve a su lado. La zarandeé cuando se quedó muda y con los ojos abiertos de terror.

—¡Están… están aquí! —musitó con la voz quebrada.

—¿Quiénes están aquí?

Recogí el móvil, pero la pantalla estaba negra.

—Anya, responde. ¿Quiénes están aquí?

—Los hombres de Dimitri. Han venido a por mí.

—¿Dimitri? ¿Tu prometido? Eso es imposible. Tu tía avisó que vendría a recogerte personalmente pasado mañana para regresar a Marbella. No ibas a conocer a ese hombre hasta que cumplieras los dieciocho dentro de dos semanas.

—Yo… —Ella se deslizó al suelo y se cubrió el rostro.

—Está bien. Tranquila. Llámala y pregúntale qué sucede. —Presionando el botón de encendido, tracé el símbolo que usaba como código de acceso. Busqué el contacto de su tía, marqué y esperé a que sonara el primer timbre antes de aplastar el móvil contra la oreja de Anya.

Pasaron varios segundos antes de que sacudiera frenética la cabeza.

—¡No lo coge! ¡Tess, no lo coge!

—Respira. Concéntrate en respirar. Voy a averiguar qué es lo que ocurre. Enciérrate aquí y no salgas. No dejaremos que te lleven con ellos. Si tenemos que adelantar nuestros planes, lo haremos. Los pasaportes falsos y el dinero están escondidos en el interior de mi almohada. Ni siquiera tienes que regresar a tu cuarto y, mientras permanezcas en el mío, nadie sabrá si estás o si ya te has largado.

—Tess… —Anya apenas pudo hablar en su intento desesperado por seguir insuflando aire a sus pulmones.

—Todo saldrá bien. Deja que me encargue de ellos.

—Saben… He visto… el mensaje.

—Olvídalo, no saben nada. Dame el móvil, me lo llevaré y les diré que te lo dejaste en la biblioteca y que te lo estoy guardando. ¿Lo ves?, ya hemos encontrado la solución. ¿Dónde te han dicho que te esperarían?

—A… aparcamiento.

—De acuerdo. No salgas y escóndete en el armario o debajo de la cama si eso te hace sentir más segura, ¿vale? Te dejo mi móvil por si necesitas localizarme.

La abracé antes de marcharme, y antes de que se fijara en que ella no era la única a la que le temblaban las manos. El aparcamiento… Nada bueno podía salir de unos desconocidos que te citaban al anochecer en un aparcamiento. Por algo era un cliché que los asesinatos de las películas ocurriesen allí.

Probablemente debería haberme sentido aliviada de localizar el oscuro Mercedes aparcado justo delante de la puerta principal del instituto, aunque los dos gigantes con traje de chaqueta negro, apostados ante el vehículo, consiguieron que cualquier posible alivio se evaporara al verlos. Que por sus manos y cuellos asomasen tatuajes de símbolos militares, religiosos y calaveras, no ayudó a tranquilizarme tampoco.

Si aquellos tipos hubiesen sido personajes de dibujos animados, habrían sido la versión humana de dos enormes y aterradores bulldogs. Y no me refiero solo a sus anchos hombros y a los gruesos brazos despegados del cuerpo por su abultada musculatura, sino también a sus rostros y a la gélida expresión en sus pupilas.

—Disculpen, ¿son los hombres que han venido a por Anya Smirnova?

—Así es. Suba al coche, señorita Smirnova.

—Yo no… —Me detuve. Sabía que no podía ser una buena decisión y, sin embargo, no los corregí en su suposición. No podía permitir que fuesen a por Anya. Era mejor que fuese yo la que lo solucionara—. No los conozco, como comprenderán no puedo montarme con unos desconocidos.

—Nos ha enviado su prometido, el señor Dimitri Volkov.

Sonó un portazo, pero estaba tan acojonada que no me atreví ni a comprobar quién se había bajado del coche.

—Debe de existir algún tipo de confusión. Volveré a llamar a la señora Katerina Smir…

Mi mano fue automáticamente al lugar en el que sentí un repentino pinchazo en el cuello, pero acabé cayendo con la gravedad de mi propio peso mientras mi cabeza comenzó a dar vueltas y mi vista a nublarse.

—Permítame que la ayude a montarse, señorita Smirnova —dijo alguien con amabilidad, al tiempo que sus abultados brazos me rodearon la cintura y me mantuvieron erguida—. Su tía nos avisó de que esto podría ocurrir. No debe preocuparse, no le sucederá nada. El señor Volkov la espera.

Aquellas fueron las últimas palabras que escuché antes de que la oscuridad devorara mis pensamientos.

 

 

Tess

Mi mente despertó mucho antes de que lo hiciera mi cuerpo, o de que pudiese abrir los párpados. Mis extremidades se sentían como si vistiese un grueso y apretado traje de buzo y mi cabeza daba vueltas con un leve zumbido que me taponaba los oídos. No fue hasta varios minutos después, mientras trataba de discernir las voces masculinas que murmuraban en mi cercanía, que me di cuenta de que el ruido de fondo no provenía de mi cabeza.

Aparqué las palabras que sonaban a ruso, y de las que no entendía ni papa, y, a falta de poder ver, me centré en mis otros sentidos. Estaba tumbada, aunque lo bastante incorporada y cómoda como para deducir que me encontraba en un sillón reclinable. Lo que no comprendía era cómo había llegado hasta allí y por qué no podía moverme. Lo último que recordaba con relativa claridad era la conversación con Anya en mi habitación. Habíamos discutido nuestros planes de escape hasta que recibió un mensaje que la asustó. El resto estaba borroso. ¿Lo hicimos? ¿Habíamos huido y estábamos en el avión? Aquella explicación tenía sentido y esclarecía el sonido y la extraña sensación, pero ¿por qué mi cuerpo no respondía? ¿Ocurrió algo? ¿Nuestra huida había fracasado?

Mi memoria se anegó de las imágenes borrosas de un Mercedes oscuro, hombres con traje y camiseta negra, rostros sacados de una película de criminales… y un pinchazo. ¡Mierda! Di un bote tan brusco que de no haber tenido mis músculos tan laxos me habría dejado sentada.

¿Y Anya? La idea de que pudiese haberle pasado algo me atenazó el pecho. ¡Anya estaba aterrada! ¿Y si la habían cogido?

—Ah, ya está despertando. Tome, beba. Ayudará. —El tipo que me habló en inglés, con un marcado acento extranjero, me acercó un diminuto objeto rígido a los labios. ¿Una pajita? —. Solo es agua —añadió incitado por mi falta de reacción—. Usted misma si no quiere. No soy su niñera.

Dudé apenas una milésima de segundo. Con la lengua estropajosa y la cabeza girándome como un tiovivo, abrí la boca y atrapé la pajita antes de que pudiese retirarla. ¿Qué era lo peor que podría ocurrir a aquellas alturas? ¿Que volviesen a dormirme y que no me enterara de nada de lo que pasaba? Gemí cuando el agua fresca inundó mi paladar y me bajó por la garganta reseca arrastrando la impresión pastosa con ella.

—Ya está. —El hombre retiró la pajita—. Es normal que experimente náuseas al inicio. Es preferible que no abuse de líquidos hasta que vaya controlándolo. Le dejaré el vaso en la mesita.

Mis párpados aletearon y se entreabrieron, no obstante, el coloso que me acababa de dar de beber me ignoró dándome la espalda. Regresó con sus tres compañeros al otro lado del avión y retomó su charla con ellos sin que les importase mi presencia.

¡Avión! Mis ojos se abrieron un poco más. ¡Me habían secuestrado y metido en un avión!

—¿A…? ¿A dónde me llevan? —mi voz fue poco más que un graznido chillón.

El tipo corpulento que me había atendido me miró.

—Con Dimitri Volkov, tal y como la informamos al recogerla, señorita Smirnova. Soy Ravil Sokolov, segundo al mando de su prometido.

—¡No pueden hacerlo! ¡Se han equivocado de persona! —Intenté incorporarme, pero lo único que logré fue sacudirme frenética en el sillón—.Tienen que llevarme de regreso ahora mismo.

Uno de ellos, un chico que podría tener un par de años más que yo, carcajeó con una mofa cargada de crueldad ajeno a la mirada letal de Ravil Sokolov. Los otros dos tipos le echaron una ojeada y apartaron la vista.

—¿Qué es lo que te hace tanta gracia, Yuri? —Incluso yo, sin conocerlo, reconocí el peligro inherente que conllevaba la calma extrema de Ravil Sokolov.

—¿En serio no te lo imaginas, Sokolov? Esa puta de los Smirnov nos toma por tontos. Es como el resto de su maldita familia, que se cree muy lista, pero en el fondo no son más que unos patéticos cobardes mentirosos. ¿Por qué, si no? ¿A ti no te parece graciosa la excusa tan ridícula que ha puesto la niñata? Hasta nos ha exigido que le demos la vuelta al avión, ni que fuese un taxi. —Yuri me lanzó una mirada y sus labios se fruncieron con desprecio—. Deberíamos quitarle trabajo de en medio al jefe mostrándole su sitio. Un rato de rodillas y a cuatro patas y, cuando lleguemos, la ramera habrá aprendido a abrir la boca solo cuando se le ordene.

¡Oh, Dios! ¿Acababa de proponerles a los demás que me violasen hasta someterme? Aterrada le eché un vistazo a Sokolov para comprobar su reacción. En el rostro del hombre no se movió ningún músculo.

—A ver si lo he entendido bien. ¿Consideras que la prometida del jefe es una puta y una niñata mentirosa a la que deberíamos darle una lección follándola hasta quebrarla? ¿Es eso? —preguntó Sokolov con una voz igual de carente de emociones que su rostro.

Se me escapó un sollozo. Por más que intentaba mover las piernas lo único que conseguía era arrastrar los pies unos centímetros. Si venían a por mí, no iba a poder defenderme.

—¡Mírala! —Los ojos de Yuri me recorrieron de arriba abajo con una mueca de desprecio—. ¿Has visto esa faldita y cómo se le estira la blusa en las tetas? Va vestida para provocar. Está pidiendo a voces que alguien le enseñe su lugar.

¿Iba vestida para provocar? ¿Yo? Me habría reído de haber podido. ¡Era mi jodido uniforme escolar! Nos obligaban a vestir así y, además, iba a un instituto femenino. ¿A quién se suponía que iba a seducir? ¿Al gato de la directora? Si no hubiera tenido aquel enorme nudo en la garganta, se lo habría gritado hasta hacerle estallar los tímpanos.

—¿Eso es lo que crees? —El semblante impasible de Sokolov logró que la risa de Joker de Yuri se sofocara. De hecho, se quedó tan sobrio que hasta palideció. Incorporándose en su asiento, se echó tan atrás que parecía que trataba de atravesar el respaldo para fundirse con él.

—¿Sokolov? Vamos, Sokolov, es una broma. Ni siquiera Dimitri está seguro aún de si va a casarse con ella o no, se lo comentó él mismo a Johnson cuando se lo preguntó en la reunión. ¿Te acuerdas?

Sokolov chasqueó los dedos. Una asistente de vuelo apareció con una agradable sonrisa, ajena a la tensión. ¿Si le pedía ayuda, me la daría? ¿Me defendería si presenciara a aquellos hombres forzándome? Algo me advertía que no me hiciera ilusiones.

—Necesito una almohada. —No era una petición, más bien una orden. Una que dejaba claro que Sokolov estaba acostumbrado a exigir.

Mi corazón amenazó con saltarme del pecho. ¡Iban a hacerlo! ¡Iban a violarme! ¡No, no, no…!

—Por supuesto, señor Sokolov, se la traigo enseguida.

Ninguno de ellos abrió la boca a lo largo de los cuarenta segundos que tardó la azafata en regresar, y lo único que conseguí hacer en ese intervalo fue sollozar impotente. Aquella no era la manera en la que esperé que iba a acabar aquel día. Debía de haber sido mi última noche en el internado, la celebración de nuestra libertad. La mía y la de Anya. El fin de una etapa y el inicio de una nueva llena de aventuras y diversión en la que perseguiríamos nuestros sueños.

—Gracias. —Sokolov se levantó y le entregó la almohada a Yuri—. Toma, sujétate esto contra la cara.

Mi respiración se detuvo. Parpadeé. ¿Qué estaba pasando?

—Sokolov, en serio, hombre, te digo que solo era de guasa, no es para que te pongas así. Dimitri seguro que… —cada palabra del chico salía más y más precipitada y aguda que la anterior.

—Señor Volkov para ti. Has insultado a la actual prometida de tu jefe, has querido poner tus sucias manos sobre su propiedad y has incitado al resto de los hombres a sublevarse y a romper su pacto de lealtad al Pakhan. Si te hubieses limitado a ofenderla, podría haberme conformado con cortarte la lengua, pero te has excedido. —Solokov cabeceó decepcionado—. No mereces ser un hermano. Ahora tendré que ser el que le explique a tu madre por qué su único hijo ha muerto arrastrando el buen nombre de su familia por el fango.

—Sokolov, no, no lo hagas, de verdad, lo siento, déjame demostrarte que lo siento… —Cualquier semblanza de valor del joven había quedado sustituida por puro pánico—. Mi padre, piensa en él y en todo lo que sacrificó por la hermandad.

Observé la escena con los ojos abiertos por el horror.

—Me temo que las cosas no son tan sencillas. Tuviste tiempo de aprenderlo, Yuri. —La infinita paciencia de Sokolov no vaciló—. La herencia de tu padre te abrió las puertas a la hermandad, pero no es suficiente para cubrir una traición.

—No, no…

Sin inmutarse por los inútiles intentos del chico por salvarse, Sokolov le apretó la almohada en la cara, se sacó una pistola de la espalda y...

¡Boom!

Parpadeé.

Esperé.

Uno…

Dos…

Tres…

De un momento a otro iban a ponerse a reír y a darse palmadas en el hombro por la excelente actuación, ¿verdad?

Sokolov se guardó la pistola y, tras hacerle una señal a los otros, dejó la almohada en el regazo de su víctima y se apartó, dejando vía libre a la visión del rostro de Yuri, en cuya frente se dibujaba una estrella desgarrada y rodeada por un círculo negro con un agujero en el interior del que manaba sangre.

Paralizada e incapaz de proferir ni el más mínimo sonido, contemplé a los hombres moverse como una máquina bien engrasada. Le colocaron una toalla sobre la herida, le cubrieron la cabeza con una bolsa de basura y se la sujetaron con cinta adhesiva, luego se llevaron el cadáver a la parte trasera del avión.

Incluso la azafata, con un paño y un producto que apestaba a lejía, frotó las manchas de sangre que ensuciaban el apoyabrazos sin poner siquiera una mueca.

Era todo tan surrealista que me costaba aceptar que no fuera un producto de mi imaginación.

Por el ademán sosegado de Sokolov al sentarse frente a mí con los brazos apoyados sobre las rodillas, cualquiera habría pensado que acababa de doblar el periódico tras leer la predicción meteorológica, en vez de matar a uno de sus compañeros. Fue en ese instante en el que comencé a temblar con un sudor frío y me preparé para lo peor.

—Comprendo que esté asustada, señorita Smirnova, en especial tras este pequeño incidente, pero pronto será una Volkov. Puede confiar en que la protegeremos con nuestras vidas y que está a salvo con nosotros mientras no traicione al señor Dimitri.

—¿Es por eso por lo que ha matado a ese chico? —musité con un sollozo reseco—. ¿Para demostrarme de lo que son capaces?

—Yuri ha recibido el castigo que se merecía. —No había arrepentimiento ni tristeza en Sokolov. Hablaba como si aquel fuese su día a día—. En nuestro mundo las ofensas son como las bolas de nieve que ruedan montaña abajo. Si no se hace nada por detenerlas, se vuelven tan grandes y peligrosas que pueden devastar hogares y familias enteras. Es algo que ninguno de nosotros quiere. Por ello es preferible un ejemplo a tiempo que cien lamentaciones a destiempo. Yuri se creyó por encima de nuestras normas y eso fue lo que determinó su fin.

Mi paladar estaba tan reseco que mi lengua se tornó pastosa y torpe al hablar. ¿Qué podía hacer en ese momento? Si le confesaba que yo no era Anya, podría acabar como el pobre Yuri, pero si seguía haciéndome pasar por ella, tarde o temprano terminarían por descubrirlo y… ¡Dios! No podía ni pensarlo.

—Quizá si llamase a Katerina Smirnova…

—Su tía nos avisó de que ha crecido sobreprotegida, alejada de las realidades de la hermandad, y que le costaría adaptarse a lo que le espera. Fue ella quien sugirió que la drogáramos a fin de que no se hiciese daño durante el viaje.

Mi corazón dio un salto. ¿Qué clase de tía vendía a su propia sobrina? ¿Y había dicho la hermandad? Lo había repetido varias veces. ¿No era así como algunas mafias y organizaciones criminales llamaban a sus miembros? ¡Dios! ¡Eso explicaba la facilidad con la que este hombre acababa de asesinar a Yuri a sangre fría! La rabia de pensar que su tía pudiera haber traicionado a Anya superó mi desesperación. ¿Era Anya consciente de que su familia pertenecía a una organización de criminales?

—¿Entiende lo que trato de explicarle, señorita Smirnova? —preguntó Sokolov con el mismo tono con el que se habría acercado a un animal herido y asustado encontrado en mitad de la carretera.

Seguía temblando aterrorizada, sin embargo, por muy confuso e imposible que pareciera, también sentía una chispa de agradecimiento. Seguía viva. Era cruel por mi parte, jamás le habría pedido a nadie que asesinara a un chico por mí. Pero si tenía que elegir entre que Yuri siguiera vivo y se saliera con la suya, consiguiendo convencer a los demás de que me violaran en grupo, mi elección era clara. Crispé los puños y me obligué a enfrentarme a la mirada de Sokolov. Estaba en un callejón sin salida.

—Perfectamente. Lo que me está explicando es que desde este momento no tengo a nadie en el mundo excepto a Dimitri Volkov. Que soy una niña consentida y que debo hacerme a la idea de que a partir de ahora seré una esclava a su servicio, y que no me conviene contradecir o enojar al señor Volkov. Y supongo que tampoco a usted. ¿Hay alguien más a quién no deba disgustar? Preferiría enterarme antes de que me metan un tiro entre ceja y ceja por mi desconocimiento.

Comencé a estirar y encoger los dedos de las manos, aliviada de recuperar mi movilidad y de tener algo con lo que distraerme del precipicio al que estaba asomándome.

Sus labios se estiraron en una mueca deforme, que bien podría haber sido una sonrisa. ¿Es que nadie le había enseñado a ese hombre a sonreír en condiciones?

—Tengo la impresión de que su tía se confundió con usted y que es menos asustadiza de lo que nos dio a entender. Estoy seguro de que el señor Volkov se llevará una agradable sorpresa.

—Le garantizo que estoy cagada de miedo, pero no creo que sirva de mucho salir corriendo en un avión, y, a decir verdad, sigo teniendo ganas de echar el hígado.

En esa ocasión Sokolov carcajeó por lo bajo y yo me reajusté con debilidad en mi asiento.

—El valor no consiste en no tener miedo, sino en enfrentarse a él. De cualquier manera, tiene razón en que los Volkov somos la única familia que le queda a partir de hoy, y sería bueno que lo recordase en el futuro. También ha acertado en que no le interesa enfadar a Dimitri. En cuanto al resto, ha sacado la información de contexto y la ha exagerado bastante. Nadie le causará daño alguno sin el expreso consentimiento de su prometido. —Sokolov titubeó brevemente—. Aunque es cierto que una buena parte de los hermanos son fáciles de irritar y que no cuesta demasiado hacernos perder los estribos, de modo que sería prudente que aprendiese a echar los frenos a tiempo. Por lo demás, como la posesión más preciada de Dimitri, diría que posee casi más poder sobre nosotros que nosotros mismos.

Resoplé ante aquella estupidez. ¡Me tenían secuestrada! Además, bastaba echarles un vistazo a las duras facciones de aquellos tipos. Ninguno de ellos consentiría que una chica como yo lo pusiera en su lugar. Puede que estuviesen obligados a hacer de niñeras conmigo, pero de ahí a lo que había insinuado Sokolov existía un trecho. Archivé la información de que él y los otros se consideraban Volkovs, para analizarlo más adelante.

—¿Eso significa que puedo llamarlo S.? —pregunté con sarcasmo. Más por incitarlo a contradecirse que por probar mi supuesta autoridad sobre él.

La ceja masculina se arqueó con más gracia de la que habría esperado de un matón como él.

—Si es eso lo que desea, printsessa.

Apreté los labios. Era lo más alejado que había de una princesa, aunque él no necesitaba saberlo. Mientras menos averiguara sobre mí, mejor.

—¿Considera que, por ser joven y haber crecido protegida, tengo el nivel de inteligencia de un avestruz?

—¿Los avestruces son tontos?

—Ante una amenaza esconden la cabeza en el suelo y cierran los ojos pensando que son invisibles. ¿Usted qué cree? —repliqué, pasando por alto su aparente diversión.

—Que usted, definitivamente, no es un avestruz. —Sokolov se echó atrás en el sillón con un brillo en sus pupilas que podría haberse confundido con curiosidad—. Entiendo que quiere dejarme claro que tiene una inteligencia que supera a la de uno de esos pajarracos. La pregunta es: ¿por qué?

—Porque ambos sabemos que ninguno de sus hombres respetará a una mujer y mucho menos a una de mi edad.

Sokolov se frotó la barbilla.

—Es posible que tenga razón, aunque, ¿quién sabe? Quizá con el tiempo acabe por sorprendernos a todos.

—Bien, en ese caso, cruzaré los dedos para sobrevivir el tiempo suficiente y ser testigo de ese milagro.

Las comisuras de sus labios se movieron con un ligero tic. Esa vez, sin embargo, consiguió controlar su expresión de humor.

—Mientras cruzamos los dedos, le pediré algo de comer. La ayudará a sentirse mejor. Cuando lo haga, podrá darse una ducha y cambiarse de ropa. Aterrizaremos en aproximadamente cinco horas. Estoy convencido de que querrá causar una buena impresión a su prometido —afirmó levantándose del asiento.

Me invadió el pánico. Anya me había dicho que jamás se había encontrado con Dimitri en persona, pero eso no significaba que su familia jamás le hubiese enviado alguna foto, o que él la hubiera investigado por internet, al igual que nosotras lo habíamos hecho con él.

¿Aceptaría mi explicación cuando se diese cuenta de que yo no era su prometida?

—¡Sokolov! —lo retuve antes de que pudiera irse con sus compañeros, que no habían cesado de observarnos curiosos desde que regresaron de su tarea.

—¿Printsessa?

—Necesito un curso exprés sobre cómo moverme por su mundo sin que me maten en las primeras veinticuatro horas.

Sokolov frunció el ceño y, por varios largos segundos, pensé que terminaría por negarse.

—¿Qué es lo que desea saber?

—¿Qué querría que supiera su hija si alguien la soltase en el patio trasero de Dimitri Volkov?

La diversión que esperé que asomara en sus ojos no llegó. Echó un vistazo sobre el hombro a sus hombres y pareció tomar una decisión.

—¿Sabe jugar al póker?

—Si es Texas Holdem o una de las otras variantes comunes, sí. Y si me deja dinero, es probable que pueda devolverle el préstamo después de un par de manos. Si es alguna versión rusa poco habitual, supongo que con verla una o dos veces conseguiré cogerle el truco.

Las cejas de Sokolov se alzaron y, por una vez, supe que de verdad lo había pillado desprevenido.

—¿En los colegios de señoritas ahora hay clases de especialización de póker?

Vacilé. ¿Cuánto me convenía revelarle? Decidí tirarme de cabeza sin mostrar mis bazas.

—No, pero se me dan genial las matemáticas. Y las vacaciones encerrada a solas en un internado resultan tan solitarias como aburridas, a menos que te busques un hobby. El póker era uno que me permitía sufragar mis gastos.

Por como me miró en silencio, llegué a pensar que había metido la pata y que le había revelado demasiado sobre mí misma. Finalmente Sokolov asintió.

—Coma y pondremos a prueba sus habilidades.

—¿Y lo que necesito para sobrevivir?

—Si es cierto que domina el póker, ya dispone de más habilidades de supervivencia de las que tienen la mayoría de los hermanos que se inician con nosotros.

 

 

Tess

Calificar la enorme mansión de Dimitri Volkov como imponente era, en el mejor de los casos, quedarse corta. Era tan inmensa que requería un mapa que ayudase a recorrer el laberinto de pasillos, o al menos me hacía falta a mí, que para las direcciones soy un desastre.

Las superficies en tonos dorados y marfil no solo eran la norma en la decoración de aquel palacio, sino que estaban tan pulidas e inmaculadas que me entraban ganas de pedir prestado uno de esos trajes de buzo, que utilizan en los laboratorios, con tal de no ensuciar nada si pisaba o rozaba algo sin querer. Luego estaban los cuadros, los huevos Fabergé, las estatuas, los jarrones chinos, los muebles de diseño entremezclados con aquellos otros que parecían sacados de un museo…

Bastaba una simple ojeada para confirmar que a Dimitri le salía rentable su actividad criminal, fuera la que fuese. No importaba a cuál de mis sentidos recurría para formarme una opinión sobre aquella casa. Vista, tacto, olfato o sencillo sentido común. Todo olía, sabía y se sentía a dinero. Mucho dinero.

Sin embargo, lo más soberbio de aquella mansión no era ni el brillo iridiscente de las enormes lámparas de araña, ni la suavidad de las antiguas alfombras persas o las amplias vidrieras con vistas a los cuidados jardines, que se extendían por kilómetros. Era la monumental puerta tallada en madera con la cabeza de dos lobos ante la que se detuvo Sokolov tras llevarme directamente hasta allí.

—¿Se encuentra bien? —indagó el hombre, ignorando a la pareja de guardas enchaquetados, apostados como dos leones chinos a cada lado de la entrada.

—¿Por qué tengo la sensación de que alguien me ha metido en el cuento de Caperucita roja sin pedirme permiso? —repliqué, secándome las palmas húmedas en la exigua faldita a cuadros de mi uniforme.

—Podría ser una comparativa adecuada si tenemos en cuenta que Volkov se traduce como lobo —reveló Sokolov, con una expresión que no me proporcionó ninguna pista acerca de si estaba hablando en serio o solo trataba de divertirse a mi costa.

—Hay que joderse.

—Cuidado con ese vocabulario. Es mejor que lo evite ante el señor Volkov. —Sokolov me dedicó una mirada penetrante, que ayudó a reforzar sus palabras.

—Por supuesto. Le haré las preguntas establecidas —le aseguré con más seriedad de la que sentía—. ¿Cómo eran? ¿Por qué tienes esos ojos tan grandes? ¿Por qué tienes esa poll…? —Me interrumpí cuando mi guardián apretó los labios, a pesar de que no había llegado a la parte de «tan enana».

—El único motivo por el que el lobo consiguió engañar a Caperucita fue porque la pilló desprevenida. Usted no es una niñita con capa roja y tiene una pista de lo que le depara su futuro. Lo que pase a partir de aquí dependerá de usted —murmuró Sokolov tan bajo que me pregunté si estaba tratando de avisarme sin que nadie se enterase.

—¿Sabías que en realidad el cuento de Caperucita es una llamada de atención a las jóvenes inocentes? Su objetivo es advertirles que no se dejen embaucar por las intenciones lujuriosas de los hombres perversos y, en especial, de los desconocidos.

Sokolov me contempló como si acabasen de crecerme cuernos.

—¿Siempre que se pone nerviosa se pone a farfullar sinsentidos?

—No necesariamente sinsentidos. Lo que he dicho es cierto, pero sí, hablar es mi forma de enfrentarme al pánico. Por cierto, ¿a qué viene hablarme de nuevo de usted, S.? Ya hace horas que pasamos a otro nivel de confianza —mascullé en un intento por disimular la debilidad en mis piernas o el temblor en mis manos.

—No podemos hacerlo esperar más, printsessa. Es hora de entrar.

Volví a secarme las palmas en la falda. ¿Cuántas veces lo había hecho ya? Puede que, después de todo, hubiese sido mala idea volver a ponerme el uniforme del instituto en lugar del elegante traje chaqueta de Anya, que Sokolov me dejó en el baño del avión. Claro que, por mucho que hubiese querido, mis caderas seguían siendo bastante más anchas que las de mi compañera, y mis pechos una talla más grande. Suponiendo que hubiese conseguido meterme a presión, habría estado ridícula.

La verdad era que ni siquiera me lo había probado. Poca era la ropa de mi mejor amiga que me estuviera bien. ¡Ojalá lo hubiese hecho! ¡La de veces que me habría aprovechado de ello! En fin, ya no venía a cuento. Además, ¿quiénes se creían que eran estos tipos diciéndome cómo debía vestir? Estábamos en el siglo XXI, por el amor de Dios. Si Dimitri o sus hombres pensaban que les iba a resultar fácil doblegarme a sus caprichos, iban de culo. O por lo menos eso fue de lo que intenté convencerme, hasta que tuve que enfrentarme a un jefe de una organización criminal vestida de colegiala.

Sokolov llamó a la puerta y mi tiempo llegó a su fin. Solo podía cruzar los dedos para que no lo hiciera también mi vida.

—¡Vkhodite! —la voz que sonó distraída desde el interior me puso el vello de punta. Estaba segura de que jamás ganaría tanto dinero como lo hacía siendo un criminal, pero si ese que hablaba era Dimitri Volkov, entonces, podría muy bien trabajar en una emisora de radio como doblador de películas, o hasta en una línea erótica, si alguna vez decidía jubilarse de sus actividades ilegales.

Sokolov me precedió en la entrada al enorme despacho.

—La señorita Anya Smirnova se encuentra aquí.

Fue una suerte que mi anfitrión no se dignase a hacer más que un gesto de indiferencia mientras seguía discutiendo con alguien por teléfono, porque, de haberme mirado, me habría pescado a punto de atrapar una mosca con la boca abierta y los ojos desencajados. No es que no lo hubiera visto antes en imágenes por Google, ya fuese de la prensa sensacionalista o en el Instagram de la famosísima modelo Natalia Snigir, pero… ¡Jodeeerrr!

No solo era mucho más alto de lo que me esperaba, sino que las fotos en las redes no le hacían justicia. Con su mandíbula definida, su perfecta barba de tres días y un cabello negro ligeramente ondulado, que brillaba como la seda, era igual o más guapo en persona. Podría haber sido el protagonista de una película de acción o una de esas de espías en las que el protagonista siempre iba elegantísimo y compuesto. La única diferencia que existía era que, en vez del bueno, era el malo malísimo y… Corrección, ¿en qué estaba pensando? Dimitri Volkov tendría que haber hecho el papel de protagonista en la serie Lucifer. Era más atractivo que Tom Ellis, más sexi, más peligroso y más… de todo. Hasta el traje chaqueta le sentaba mejor, lo que ya decía mucho.

Me tomó los restos de mi escasa fuerza de voluntad el recordarme que, guapo o no, también era un criminal, puede que un asesino y el culpable de mi actual situación. Fueron los tatuajes en sus dedos y manos los que me sacaron de mi trance. Dimitri Volkov era mucho más de lo que aparentaba a simple vista, y sospechaba que no se trataba solo de su cuerpo.

Cuando al fin me dirigió la mirada, sin interrumpir su conversación en lo que parecía chino o japonés, mi mandíbula ya se encontraba de nuevo encajada en su sitio y había sido capaz de unir mis manos con aparente modestia en el frontal, mientras aguardaba a que se dignase a concederme su atención.

Cuando la trayectoria de sus ojos cayó sobre mi faldita, que como de costumbre llevaba enrollada en la cintura para no parecer una alumna de un colegio de monjas, y luego ascendió hasta la altura de mi escote, donde mi blusa se estiraba alrededor de mis pechos gracias a los muffins y tarrinas de helado que Anya conseguía de contrabando, a pesar de que entre semana jamás los probaba a causa de su eterna dieta, estuve tentada de señalarle a mi falso prometido que mi cara se situaba una cuarta más arriba de donde descansaba su mirada.

Sokolov cabeceó en advertencia. Tragué saliva. Era el mismo gesto que le había hecho al chico que esperaba a los pies del avión, cuando el viento revoloteó mi falda al descender por la escalera. La cosa no acabó nada bien para el pobre. Claro que había sido el propio Sokolov el que le propinó un par de certeros puñetazos, que le dejaron los ojos como un par de ciruelas maduras.

Dimitri continuó con su escrutinio hasta mi rostro sin la necesidad de que yo le soltase ningún comentario borde. De sopetón se detuvo y, sin siquiera despedirse, le colgó a la persona con la que hablaba y lanzó el móvil con descuido sobre el escritorio.

—¿Anya Smirnova? —sonaba más a constatación que a pregunta, aunque era difícil de asegurar con certeza. Usaba ese tipo de tono carente de emociones que era imposible de interpretar, en especial con aquel distintivo acento ruso, algo más suave que el de sus hombres, que me distraía de sus palabras.

Le eché un vistazo inseguro a Sokolov. Era la oportunidad de aclarar la situación y explicarle que los secuestradores que envió se habían confundido de persona. La cuestión era cómo se lo iban a tomar. ¿Valía la pena arriesgarse?

—Esa es la que me han dicho que soy. —Me decidí por el camino del medio. Al menos no era una mentira.

Los ojos de Dimitri se entrecerraron. ¡Mierda! ¿Se había dado cuenta de que yo no era Anya y me había puesto una trampa? ¿Tal vez porque mi acento era español en vez de ruso? Anya tampoco tenía acento, por eso no había caído en el detalle. Ya era demasiado tarde para corregirlo, sin contar que mis conocimientos del idioma se limitaban a algunas palabrotas, saludos y cuatro palabras de cortesía, que Anya solía usar cuando hablaba con su tía. Me mantuve rígida y le mantuve la mirada, aunque del esfuerzo comencé a sudar.

Pasaron dos segundos, tres. Mi corazón retumbaba con más fuerza que la manilla del reloj de pared. Era imposible que él no lo escuchara. Finalmente ocupó su sillón de escritorio, unió las yemas de los dedos de ambas manos y me estudió con una mirada que parecía querer taladrarme el cráneo para inspeccionarme por dentro. ¿Sus ojos eran de color azul o verde? Era difícil de determinar.

—Me han informado que, incluso antes de que pisaras tierra, hiciste que perdiera a un hombre por ti y que, nada más aterrizar, otro ha quedado inutilizado durante varios días.

—¿Perdón? —Lo miré incrédula—. Eso es una broma, ¿verdad?

Estaba tan alucinada que me olvidé de mi propósito de comportarme con la fría madurez con la que había pretendido ganarme su confianza para luego escapar, cuando menos se lo esperase.

—Siempre hablo en serio, ¿por qué no iba a hacerlo ahora? —preguntó Dimitri sin inmutarse.

—Estaba drogada y apenas podía moverme. ¿Cómo podría tener la culpa de lo que ha sucedido? S. es testigo. —Me giré hacia Sokolov—. Díselo.

Dimitri arqueó una ceja y nos observó a ambos con curiosidad.

—¿S.?

Encogí los hombros.

—Tiene un nombre demasiado largo. Sería ridículo que lo llamase Soko, Kolo o Lov, esos diminutivos no le pegan. Y si los demás no lo llaman Ravil, algún motivo tendrán, ¿no?

—Y bien, S., ¿es cierta la inocencia que alega? —la calma de su voz no podía disimular la amenaza que ocultaba.

Sokolov le devolvió una ceja arqueada.

—No —contestó el hombre con idéntico sosiego.

—¿Qué? —me giré ofuscada hacia Sokolov—, ¡fuiste tú quien le pegó un tiro a Yuri! ¿No tratarás de hacerle creer ahora a tu jefe que me encontré una pistola detrás de la oreja y me puse a jugar a pistoleros e indios a cinco mil pies de altura?

—Para ser exactos, volábamos a unos cuarenta mil pies —me corrigió Sokolov como si estuviésemos hablando del tiempo.

—Lo que sea. —Rechiné los dientes cruzando los brazos sobre el pecho—. Lo mataste tú.

—Porque usted lo hizo reír.

—No lo mataste por reír, sino porque insultó a Dimitri a través de mí y porque tenía intención de violarme.

Los ojos de Dimitri se entrecerraron, pero estaba demasiado pendiente de Sokolov como para entretenerme en analizar qué era lo que significaba.

—Jamás habría ocurrido si no lo hubiese hecho reír, y yo no hubiera tenido que preguntarle por qué se estaba riendo.

¿Habían vuelto a chutarme con algún tipo de droga? Un alucinógeno era lo único que podría explicar por qué un gigante de metro noventa y pico, con el cuerpo de un armario empotrado y la cara de pitbull enfadado, podría estar soltando una sandez digna de Groucho Marx.

—No es precisamente como si le hubiese estado contando un chiste. Se rio a mi costa, no porque yo quisiera hacerlo reír —me defendí mientras trataba de entender qué era lo que sucedía.

¿Sería muy embarazoso que me diese un pellizco ante ellos para comprobar si estaba despierta?

—¿Qué fue lo que hiciste para provocar su risa? —Casi me había olvidado de la presencia de Dimitri.

Titubeé. Recordé las lecciones de Sokolov durante la partida de póker. De mi respuesta dependería la de Dimitri. El estúpido de Yuri se rio de mí porque intenté explicarles que se habían equivocado de rehén. Podía contarle eso mismo, pero ¿qué pasaría si Dimitri me tomaba más en serio que sus hombres? Dudé que a aquellas alturas me conviniese que descubrieran que yo no era la princesa mafiosa con la que me habían confundido.

Irían a por Anya si le confesaba la verdad, eso lo tenía claro, pero aparte empezaba a plantearme cómo le sentaría a Dimitri que su organización se convirtiese en el hazmerreír de los bajos fondos. Al fin y al cabo, fueron sus hombres los inútiles que no se aseguraron de atrapar a la chica correcta, y por la que habían hecho un vuelo intercontinental, y, según Anya, la imagen que proyectaban significaba todo en el mundo de estos tipos.

—No lo recuerdo, imagino que algo acerca de que no quería venir —murmuré sin atreverme a mirar a ninguno de los dos.

—¿No querías venir? —Dimitri alzó ambas cejas como si le intrigase mi respuesta—. ¿Por qué?

Genial. ¿Qué podía contestar que no me incriminase?

En vez de responderle, debería haber puesto una de esas sonrisitas tontas que la señora Gertrudis se obstinaba en hacernos ensayar durante la hora entera que duraba su clase de etiqueta para señoritas y haber cerrado el pico, antes de acabar metiéndome en terreno pantanoso.

¿Fue eso lo que hice?

Claro que no.

No habría sido yo si no me hubiese puesto a largar idioteces sin parar.

—Mira, no te ofendas. Eres guapo, poderoso, por tu mansión deduzco que jodidamente rico y todo lo que quieras añadirle a esa lista que le hace derretir las bragas a media población femenina de la ciudad, perdón, de América… bueno, del universo conocido, pero también te dedicas a actividades… Eh… No exactamente legales, y eres unos cuantos añitos mayor que yo. No es que ser un viejo o un criminal ruso tengan nada de malo, además, los años te sientan genial. —¡Tess, por Dios, cierra el pico!—. Bueno, lo de ruso y criminal sí que lo tienes, no vamos a engañarnos, ¿verdad? Pero tengo ocho años menos que tú y acabo de pasar media vida recluida en un puñetero internado de señoritas…

—En el que, por lo que compruebo, no han logrado quitarte la costumbre de soltar tacos e insultos —observó Dimitri con sequedad.

—Sí, bueno, eso es otra historia. Pero creo que captas la idea. Nada de chicos ni fiestas ni bailes sin vigilantes carcas, ni alcohol ni diversión. —Usé mis dedos para puntualizar cada uno de ellos—. ¿En serio esperas que salte de felicidad, porque tú y mi familia tratéis de obligarme a pasar el resto de mis días atada a un vejestorio que va a querer controlarme y fastidiarme la juventud? ¡Joder! Si hasta sin conocerte, ya me has robado mi baile de fin de curso, con la ilusión que me hacía.

—Pues sí, que muestres felicidad es justo lo que espero —su rotunda respuesta me llegó antes de que mi cerebro pudiese trazar un plan de contingencias para contrarrestar las acciones de mi lengua suelta.

¿La droga que me habían dado antes tenía suero de la verdad? Gemí para mis adentros. No es que no soltara idioteces cada vez que estaba en medio de una situación estresante, pero a este paso iba a acabar como el pobre Yuri.

—¿En serio? —¿Si fingía ser una pija tonta pasaría por alto que acababa de atacarle el ego? Abrí mis ojos de par en par—. ¿Tú estarías feliz de estar en mi lugar?

—¿Te refieres a viva, protegida, en un entorno más que confortable, con el que la mayor parte de la población solo puede soñar, y al lado de alguien capaz de ofrecerte estabilidad y respeto? Sí, créeme, sabría apreciarlo. Y por cierto —Dimitri me apuntilló con su mirada—, no soy un vejestorio. —Y ahí estaba su ego herido. ¡Vaya forma de meter la pata, nena!—. Ocho años de diferencia no son un mundo y tampoco es como si pudieses ser mi hija. Sin contar que, cuando estemos casados, aprenderás a apreciar la experiencia que me han dado esos años. Los Smirnov podrían haberte elegido un marido bastante peor que yo.

—Ya —solté con sequedad. ¿Se creía que me chupaba el dedo y que iba a tragarme tanta palabrería sin más?—. ¿Y ese respeto significa que dejarás a Natalia Snigir? ¿O solo que te conformarás con ocultarla un poco mejor?

La expresión en su rostro delató que, o no había esperado que supiera de sus escarceos con la famosa modelo lituana, o que no esperaba que sacase el tema en nuestro primer encuentro. La sorpresa pronto dio paso a una mirada helada.

—¿Quién te ha hablado de Nati?

—Dije que no había chicos en el instituto, no que no tuviésemos internet. Estamos en el siglo XXI y tu forma de adquirir experiencia —puntualicé con los dedos— no ha sido exactamente discreta.

La fina línea en la que apretó los labios dejó claro que no apreciaba mi capacidad de extraer información de internet, o puede que mi maldita manía por responder.

—No tienes que preocuparte de Nati —masculló Dimitri tamborileando irritado los dedos sobre el escritorio.

—¿Ni de las otras? —continué sin poder retenerme. ¡Dichosos nervios!—. ¿Llevas siquiera la cuenta de cuántas han sido?

—Si lo que quieres es un baile, tendrás uno. —Dimitri ignoró mi provocación con indiferencia—. El alcohol está ahí en ese mueble. Bebe lo que te dé la gana, siempre que no me avergüences ante invitados y que no formes escándalos por la casa. También te agradecería que evitaras vomitar encima de las alfombras o el mobiliario. Me desagrada el hedor.

¡Uhmmm! ¿Pensaba que por beber una copa iba a convertirme en una alcohólica? Menos mal que había dicho vomitar y no hacer mis necesidades. Cualquiera diría que me había confundido con un chucho molesto y sin entrenar al que no le había quedado más remedio que adoptar.

—No lo entiendo. ¿Por qué, con la cantidad de mujeres que se tiran a tus pies, no te casas con una de ellas? —inquirí con sinceridad—. ¿Por qué conformarte con alguien que, definitivamente, no es lo que quieres para ti?

—¿Alguien que, definitivamente, no es lo que quiero para mí? —repitió despacio, con una chispa divertida en sus pupilas—. ¿Podrías ser más específica?

—Alguien demasiado joven, sin experiencia, que solo se casará contigo por una estúpida obligación familiar y que carece de cualquier atributo significativo para ofrecerte. ¡Ah! Y castaña y sencilla, cuando por lo que he comprobado, lo que te van son las rubias sofisticadas.

—Mmm, ves, ahí es donde te equivocas. Haces demasiadas asunciones.

—¿Ah, sí? —Mi corazón dio un salto. ¿En serio a un hombre como Dimitri Volkov podría interesarle alguien como yo? No es que debiera importarme, pero mi cerebro no parecía entenderlo por la forma en la que mi cuerpo se puso en alerta.

—Tienes algo que ofrecerme, algo que ninguna de las otras puede darme.

—¿Y eso sería…? —Solo me quedaba rezar por que no se fijase en que había dejado de respirar.

—Un matrimonio que me vinculará con la familia que puede abrirme el mercado mediterráneo a través de España y Marruecos.

Me clavé las uñas en las palmas en un intento por distraerme de la humillación. Si había tenido mis dudas sobre cuán poco valía para él, acababa de dejármelo claro. Desde luego, no fue algo que pudiese haber adivinado de antemano, aunque, si era sincera, yo tampoco era precisamente quien él creía que era.

Solo por joderlo, debería haberle ofrecido firmar el contrato de matrimonio en aquel mismo instante. Seguro que valía la pena ver su semblante cuando descubriera que la pobre Teresa Velázquez no tenía nada que ver con la riquísima e influyente heredera con la que estaba destinado a casarse.

—Genial. En ese caso, preparemos la boda antes de que cambies de opinión o alguna de tus fulanas consiga emborracharte y ponerte un anillo en el dedo —espeté azuzada por mi amor propio. Lo cierto era que no tenía nada en contra de las mujeres que disfrutaban de su sexualidad ni tampoco de las que usaban su cuerpo para sacarles el dinero a los imbéciles ricos como él, pero sentía la irrevocable necesidad de devolverle parte del insulto que me había lanzado—. No queremos que la razón por la que al fin te condenen a la cárcel, de entre todos los motivos plausibles, sea por bigamia, ¿verdad?

Si la puya le llegó, no lo reflejó. ¡Mecachis!

—Primero, no suelo emborracharme. —Dimitri me dedicó una mirada de condescendencia que le habría puesto los vellos como escarpias hasta al más pintado—. Segundo, tengo excelentes abogados a mi disposición. Estoy convencido de que encontrarían una forma de justificar la bigamia. Y de no ser así, siempre puedo convertirme en un viudo.

Tragué saliva.

—Bien, lo que sea. ¿Puedo retirarme ya a mi habitación, calabozo o lo que me tengáis reservado? Ha sido un día largo y me gustaría descansar.

—No tan deprisa. Se te olvida tu castigo, querida.

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

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