

Bruja por Navidad
Noelia
Huele a galletas recién hechas, resuenan villancicos por doquier, nieva, la magia está en el aire y todo es perfecto… O lo sería si el capullo que me arruinó la infancia no hubiese regresado para estropearme la Navidad con sus gruñidos, ceños fruncidos y brazos cruzados.
Un día de estos voy a retorcerle el cuello y a decorar el escaparate de la pastelería con sus bolas. Ya lo habría hecho si no fuese porque huele mejor que un polvorón de canela, porque me fascina el brillo de sus ojos cuando se mosquea y porque Gwen jura, por activa y por pasiva, que lo necesito para nosequé ritual navideño que cambiará mi vida.
Hunter
Navidad, mágica Navidad… ¡Y un cuerno!
La Navidad es trabajo, estrés, tener que aguantar a los pesados de la familia recordándote que ya es hora de que encuentres pareja y un montón de dinero tirado por la ventana. Si además te meten a una bruja chiflada en la ecuación, la ansiedad se multiplica al cuadrado, tus planes se joden y las bolas azules no cuelgan precisamente del árbol.
Perdón, se me ha olvidado presentarme: Hunter Méndez, alias la bestia sexi de la ciudad. Aunque eso era antes, ahora sigo siendo sexi, no me entendáis mal, pero más que una bestia he acabado convirtiéndome en el desgraciado que ha sido condenado a ser el familiar de una bruja novata a la que le faltan un par de tornillos. Lo de bruja le va al pelo, porque ganas de estrangularla no me faltan, en cuanto a la magia… ¡Que Dios nos coja confesados!
GÉNERO
Romántica, humor, paranormal
FORMATO
Disponible en formato ebook y en papel
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Capítulo 1
Noelia
Entre las calabazas blancas decoradas con purpurina y pintura dorada, las preciosas hojas otoñales dispersadas a su alrededor y las bandejas de pasteles de calabaza, de nuez pecana y manzana, rodeados por muffins galletas y tartas, el escaparate había quedado deliciosamente perfecto. Pegué el cartelito con el horario de la inauguración en el cristal, justo debajo del nombre serigrafiado, con estilizadas letras cursivas, que aparentaban estar escritas con azúcar glasé. Habíamos repartido folletos por la ciudad, aunque no hacía daño recordar a los transeúntes que hoy era la gran ocasión, el día que se hacía realidad mi sueño: la apertura de Dulce Tentación.
Sí, el nombre era un tanto cursi (mucho en realidad), no obstante, podría haber sido aún peor. Es lo que pasa cuando haces una lluvia de ideas con tus mejores amigos después de un par de botellas de vino, un porro y una lasaña precocinada. En especial, cuando una de ellos está como una tapia y el otro deja escapar su pluma púrpura mientras sextea con el taxista que lo trajo desde el aeropuerto.
Frotándome los brazos corrí adentro en busca de calor. Me encantaba la nieve, pero no la nariz colorada ni echar vapor por la boca como un dragón, esas cosas prefiero dejárselas a los ciervos de Papá Noel. A mí los únicos vapores que me van son los que salen de un café bien hecho o de una taza de chocolate caliente. Y sí, lo sé, es irónico cuando lo que tengo es una tetería-pastelería, aunque la idea fue de mi socia y mejor amiga Mary, y del hecho de que ya había tropecientas cafeterías y pastelerías en una ciudad que, con sus diecinueve mil habitantes, más bien se asemeja a un pueblo.
Las campanillas de la puerta sonaron melódicas a mi espalda. No me tomé la molestia de comprobar quién era. Entre el apresurado taconeo, los jadeos y la colonia de jazmín y cítricos que invadió de inmediato el espacio, solo podía ser la única, irrepetible y escandalosa de mi compañera del alma: Mary.
—¿Cómo es posible que, siendo una tetería, lo primero que huela al entrar sea café con canela y chocolate?
Me giré y le dediqué mi sonrisa más dulce mientras daba un sorbo a mi delicioso moka.
—No tengo ni idea —contesté con falsa inocencia, relamiéndome con estudiada parsimonia la espuma de nata del bigote.
Entornando los ojos, Mary cogió uno de los taburetes de la barra y se sentó con la gracia de una modelo de alta costura.
—¿Alguna vez te han dicho que eres una bruja?
—Cada uno de mis ex, las ex de mis ex y mis exsuegras. —Fruncí los labios y alcé el índice—. Aunque esas se lo decían a mis novios y a mis suegros, no a mí.
—Apuesto a que te lo ganaste a pulso.
—Es algo discutible, pero, si me sirve para que te calles y me dejes disfrutar de lo que me queda de tranquilidad, piensa lo que te dé la gana.
—El único motivo por el que te perdono tu sarcasmo es porque has conseguido que este sitio sea mágico, y eso me pone de buen humor. —En el fondo, las dos sabíamos que me adoraba. Jamás habría sido mi socia si no fuésemos como hermanas, ni nos hubiésemos aguantado la una a la otra de no ser así, porque… ¿para qué nos íbamos a engañar? Si ella me consideraba una bruja psicótica, entonces yo a ella una arpía controladora y metomentodo, algo que preferí callarme con tal de que mantuviera esa expresión soñadora mientras pasaba su mirada por el local—. Es todo tan bonito y acogedor. Parece sacado de un cuento.
—No ha cambiado desde ayer, ni desde antes de ayer, ni tampoco con respecto al día anterior —le recordé, aunque no por ello dejé de echarle un vistazo orgulloso al local.
Mary tenía razón, la madera como tema central y los tonos marrones y rojizos de los tapizados de las sillas y sillones restaurados, que habíamos recogido del vertedero o de tiendas de segunda mano y mercadillos de garajes, le daban al conjunto un toque no solo de calidez, sino de autenticidad. Me sentía más en casa en aquel lugar que en el apartamento que compartíamos justo encima del local.
—Ahora tiene libros y tazas de coleccionista en la estantería y has puesto decoración de Acción de Gracias. Ah…, y esos deliciosos pasteles, que con solo verlos, se me hace la boca agua. ¡Oh…! ¡Mira esas preciosas calabacitas! —Prácticamente pegó la nariz a la vitrina del frigorífico—. ¿Las has hecho hoy?
—Ni lo sueñes. Esa bandeja no se toca hasta esta tarde, así dejes un charco de babas a tu paso mientras sigas echándoles el ojo.
—¿Así es cómo me quieres? Se supone que soy tu mejor amiga.
—Eso es discutible. Te olvidas de Rayan.
Con su metro ochenta y su cinturón negro en Taekwondo, nadie se habría atrevido a usar una etiqueta femenina con él, excepto él mismo y, por supuesto, nosotras. Rayan no era de los que ocultaban su homosexualidad, pero establecía sus propias normas sociales, tanto para él como para los que lo rodeaban.
—¿En serio vas a dejar que me convierta en un dóberman baboso?
Los pucheritos de Mary solo eran su segunda expresión más lograda, la primera era la de poner ojitos de cachorrillo. En cualquier mujer adulta habría resultado ridículo, sin embargo, con su nariz respingona y aquellos enormes ojos, no tenía nada que envidiarle a uno de esos personajes de manga japoneses, con lo cual, pusiera la expresión que pusiera, y por muy exagerada que fuese, en ella parecía algo natural.
—En la cocina han sobrado algunas galletas que se rompieron durante el horneado, puedes probar esas. Lo que hay en el escaparate y en el frigorífico queda totalmente prohibido tocarlo. ¡Mary! —solté indignada cuando me di cuenta de que estaba hablando sola.
—¿Podrías hacerme al menos un té? —Se asomó por la puerta de la cocina masticando con la boca llena—. A ser posible, ese que me hiciste el otro día con canela y especias. Sé que sigues diciendo que es imposible, pero quiero otra ristra de orgasmos como los de esa noche. Damián sigue enviándome mensajitos eróticos tratando de convencerme para repetirlo. Si el pobre supiera que no es ni la mitad de bueno de lo que se cree.
—Solo era un té, Mary.
Me froté el entrecejo. Cualquiera diría que, a sus veintitantos, ya debería de tener los pies puestos en el suelo y la cabeza bastante mejor amueblada.
—Lo que tú digas. —Hizo un gesto despectivo con la mano—. Funcionó mejor que una peli porno.
—Uuuf, cállate. Si te escucha alguien, vamos a perder a los clientes antes de abrir las puertas.
—¿Estás tonta? Si funciona otra vez, lo que vamos a hacer es anunciarlo a los cuatro vientos. Nos forraríamos. ¡Mierda! —Mary se quedó mirando su escote con la galleta de un pavo sin cabeza en la mano—. Y si encuentras la forma de hacer galletas sin grumos, o una solución que evite que acaben en el escote, también nos harías ricas, aunque no tanto.
—Toma una servilleta, suelta la galleta y límpiate.
—Nah, deja, siempre que sean grumos dulces y no de pan, a Damián no le va a importar sacármelos él mismo con la lengua.
—¿Podrías retenerte un poco? No me interesa la vida sexual que compartes con ese inútil al que has adoptado.
Lejos de sentirse insultada por mi opinión sobre el vive la vida con el que llevaba tonteando los últimos tres meses, se limitó a encoger un hombro.
—Claro, hazme el té y, mientras me lo esté bebiendo, cerraré el pico.
Podría haberle recordado que no se callaba ni debajo del agua, pero era más fácil hacerle la infusión. Si ella quería creer que era el equivalente a una viagra femenina, que así fuera. ¿Quién era yo para convencerla de que se había creado su propio efecto placebo? Del mismo modo que no quería saber qué hacía con ese papanatas con pinta de surfero en la cama, tampoco tenía ningún interés especial por explotar su burbuja de fantasía.
Tras añadir las hojas al agua hirviendo de la tetera, además de una pizca de pimienta, un palito de vainilla y una cucharadita de miel de azahar, se la coloqué delante, junto a una taza y una cucharilla.
—Tiene que reposar, de modo que ayúdame a meter la tarta del aniversario de boda de la señora Simons en la furgoneta.
—¿Ya la terminaste?
—Sí, la quiere para esta tarde, pero con la inauguración prefiero llevársela ahora. Espero que estemos lo suficientemente liadas con la apertura como para no disponer de tiempo de llevársela. —Crucé los dedos y recé para que fuese verdad. Nos vendría bien empezar el negocio con buen pie, en especial ahora que mis ahorros habían acabado invertidos en aquella aventura empresarial y que las navidades estaban a la vuelta de la esquina—. Solo me falta montar el último nivel, algo que haré en su casa. No quiero arriesgarme a que haya algún accidente por el trayecto. Las tartas de tres pisos aguantan bien, las de cinco son más inestables que la Torre de Pisa.
—¿Dónde la tienes? —Mary me siguió hasta el frigorífico—. ¡Noelia! ¡Es preciosa! ¿Ya le has sacado foto? ¡Tenemos que publicarla en nuestro Instagram, sí o sí!
Rodé los ojos ante su entusiasmo, pero ella me ignoró a favor de las flores artesanales de color blanco perlado que rodeaban la azucarada superficie, acompañadas por un enorme lazo dorado. Estaba mal que lo dijera yo, aunque la verdad es que tenía razón, no solo era una pieza exclusiva que había diseñado yo misma, sino que combinaba la sofisticación y la elegancia con la delicadeza de los jazmines japoneses.
—¿Y bien? ¿Cómo lo hacemos? —Mary estudió mi obra con los brazos en jarras y una expresión dubitativa.
—La metemos en un embalaje, la llevamos hasta la mesilla de la entrada. Yo salgo, abro el coche y luego la llevamos entre las dos. Tú te quedas allí vigilando y yo recojo la parte que falta.
—¿En serio? ¿A mí me toca quedarme afuera congelándome el chichi? —Su mirada burlona me dijo que lo llevaba claro si esperaba eso.
—¿Cuándo vas a madurar lo suficiente como para dejar de quejarte a tiempo completo? —protesté con un suspiro.
—Cuando deje de funcionarme —replicó sacándome la lengua.
—Vale, yo me quedo afuera y tú entras a por la tarta. ¿Satisfecha?
—¿Ves? Funciona —replicó con aire triunfal.
Me mordí los labios por no replicar. ¿De qué servía?
Cogiendo la base de la caja entre ambas, la llevamos con pasitos de geisha hasta la mesa que le había indicado. Para una profesional de la pastelería, aquella maniobra tendría que haber sido algo parecido a lo que suponía aparcar el coche a un taxista, el problema era que yo no era taxista y que además había nacido con dos pies derechos y el mismo número de manos izquierdas, lo que para alguien diestro como era mi caso decía mucho de mí.
Salí a la calle y… ¡Caca! Casi como si mis peores temores se confirmaran, en cuanto puse el pie en el patinillo, me deslicé sobre un tramo de hielo agitando los brazos, mientras mi aullido consiguió convertirme en el centro de atención de los viandantes que hacían sus compras o daban un paseo por la calle comercial. En el último segundo, conseguí aferrarme al techo del coche y recuperar el equilibrio. ¡Dios!, menos mal que había dejado la tarta sobre la mesa.
Regresé a la pastelería con el doble de cuidado y me fijé bien en cuál era el tramo que debíamos evitar para no acabar estampándonos contra el suelo. Al entrar, Mary me estudió con las cejas alzadas.
—¿No será mejor que lo lleve yo sola?
Me pasé una mano por la cara.
—Con la urna de madera pesa demasiado. ¿Crees que no me lo había planteado ya? —pregunté dejando caer los hombros.
Sus ojos pasaron de la caja, que me había hecho un antiguo conocido a medida, y acabó por sacudir la cabeza en rendición.
—De acuerdo, vamos. Si se te cae, procura que no sea encima de mí. He quedado en recoger a Damián del gimnasio antes de ir a almorzar.
—¡Gracias por tu confianza! —espeté con sequedad.
—No se trata de confianza, sino de que te conozco desde que dejaste de llevar pañales. Tengo cicatrices que lo demuestran.
—Exagerada —refunfuñé.
—¿Exagerada, yo? —preguntó Mary mientras nos encaminamos a paso de hormiguita hacia mi coche—. ¿Tengo que recordarte aquella ocasión en que perdiste el control de la Vespa de tu primo y, en medio de una calle vacía, viniste derecha a por mí? ¿O aquella vez en que te dio por jugar al béisbol y casi me empotras el ojo en la parte trasera del cráneo, y por poco acabo con vista bidimensional? ¿O aquella otra que…?
—¡Vale! ¡No hace falta que sigas!
Estuve a punto de llorar de alivio cuando soltamos la caja sobre el asiento trasero de mi coche. Estaba decidido. Lo primero que iba a hacer, en cuanto los ingresos nos lo permitieran, sería obligar a Mary a contratar a alguien que pudiera encargarse de todo ese tipo de tareas que tenían escritas: «Catástrofe, cortesía de Noelia», en su base. Prefería dedicarme yo misma a limpiar los aseos, con tal de que alguien me librara del estrés que me suponía mi ilimitada capacidad de provocar desastres.
—Voy a por el piso que falta —avisó Mary corriendo congelada hacia la cafetería.
—Tráete también mi maletín de utensilios —chillé tras ella.
Con cuidado abrí la tapadera y los laterales del embalaje para comprobar que la tarta seguía intacta.
El «Uooh-ooh» que resonó a mi espalda me dejó apenas tiempo de mirar por encima del hombro para comprobar qué pasaba. La puerta del coche me impactó sobre el trasero y me impulsó hacia delante. El aire salió de mis pulmones de golpe, y que me hubiese entrado nata en la nariz no ayudó. Traumatizada, me incorporé con cuidado para no mancharme con más masa húmeda y pegajosa de la que ya tenía pegada en la cara y el escote.
—¿Noelia? —la vocecita insegura de Mary me llegó medio apagada, señal de que tenía nata y bizcocho hasta dentro de las orejas.
—¿Se encuentra bien? —Una mole de hombre de al menos un metro noventa, con hombros del tamaño de un gorila, que poseía el mismo timbre de voz con el que alguien había gritado aquel «Uoh-ooh», me cogió del brazo y me ayudó a estabilizarme.
Era una voz mucho más profunda y aterciopelada que la que recordaba, pero nada en el mundo me habría hecho olvidar aquellos ojos de un cálido oro viejo, cercados por un círculo de color verde agua, que solían intercambiarse en función de la luz o de su estado de ánimo. Y para evitar que hubiese ni la más mínima duda, las ligeras pecas que recorrían su rostro y piel eran exactamente iguales a como las tenía grabadas en mi memoria.
—¿Hunter?
Capítulo 2
Noelia
La expresión en el rostro masculino se heló y sus ojos se entrecerraron.
—Disculpe, ¿nos conocemos? —preguntó, tras un breve titubeo.
Abrí la boca. No salió ni un solo sonido. ¿Cómo era posible que no me recordara? Aunque era dos años mayor que yo; se había pasado su último año de guardería trazando pililas sobre mis dibujos; luego en infantil, me había perseguido durante los recreos para morderme, y hasta me había orinado encima de los zapatos; en sexto de primaria, había espantado a mi casi novio convenciéndolo de que era una chica transgénero que tenía un pene más grande que el suyo. Tras acusarle, con el corazón encogido, de hacerme la vida imposible, me había acunado el rostro entre sus enormes manos, me había mirado a los ojos anegados de lágrimas y me había soltado un: «Deberías estar agradecida. Si es tan estúpido como para no darse cuenta de que eres una chica y que lo que de verdad importa es la persona que llevas dentro, entonces no te merece». Me dio un beso casto en los labios, antes de abandonarme boquiabierta en medio de la plaza en la que lo había afrontado. Lo peor de aquel día fue que no solo me había dejado alucinada, sino que no había nada que pudiese argumentar en contra.
Imagino que, por eso, en mi primer baile de Navidad en el instituto, había dejado que me metiera la lengua hasta la tráquea, por decirlo de algún modo (y no, no fue en absoluto tan malo como suena, sin contar que yo le hice lo mismo). Era el chico que me había dado mi primer beso a los quince, me había tocado el trasero por primera vez (con mi consentimiento) y quien me había abierto los ojos a lo que significaba desear a alguien. ¡Diantres! ¡Incluso se había restregado contra mí hasta venirse en sus pantalones con el gruñido de un gatito herido! Bueno, para ser sincera, aquella parte yo también la hubiera preferido olvidar de ser él. Había sido de lo más enternecedor, pero dudo mucho que un hombre quisiera ser recordado una década después por aquel incidente.
¡Diez años! Los mismos que tardé en regresar de España. Era mucho tiempo, cierto, pero no podía haber cambiado tanto como para que no me reconociese. Ni siquiera con el pelo embadurnado y la cara cubierta por una mascarilla de nata y bizcocho de chocolate.
—¿La tetería es suya? —Señaló a su espalda cuando no respondí.
—Eh…, sí.
—¿Sabe que si me hubiese hecho daño al resbalarme podría haberla demandado? Existe una ordenanza municipal por la que los dueños de negocios del centro son responsables de echar sal delante de sus establecimientos y mantener el suelo despejado de hielo.
¿Me había empujado, me había hecho caer sobre una tarta y había estropeado un trabajo de siete horas, y se atrevía a echarme la culpa y amenazarme? La furia que me invadió me ayudó a erguirme. ¡Y encima me trataba como si no me conociera!
—¿También soy responsable de los capullos integrales que no miran por donde pisan, que tiran a los demás por no caerse ellos y que tienen la educación y la empatía de un pulpo en tierra seca? Si cree que va a amenazarme después de lo que me ha hecho, déjeme que le diga algo. —Di un paso hacia él, indiferente a los trozos de pastel que se caían a mi alrededor, y le clavé la punta de mi dedo en el pecho con la satisfacción de comprobar cómo le dejaba una irregular mancha en su impecable chaquetón marrón—. Por mí puede irse a freír espárragos o, mejor aún, a la caca. ¡Por los cojines de mi abuelo voy a aguantar que un tipo torpe y engreído me hable así!
—¿Los cojines de su abuelo? —Parpadeó más confundido que enfadado por mi exabrupto—. ¿Está loca?
—¡Arghhh! ¡Los cojines, sí, los cojines!
¿Tan difícil era de entender que no todos usábamos un lenguaje malsonante para expresarnos? Si hubiera tenido que convivir con mi tía abuela, él tampoco habría usado tacos sin ton ni son.
—Se refiere a los cojones —le aclaró Mary en un murmullo—. Y yo que tú me iría antes de que se le crucen los cables. No sé si usa «cojines» cuando está muy enfadada, o si usarlos la hace enfadar todavía más, por lo de la frustración de no poder expresarse con claridad.
—Dudo mucho que los cables se le puedan cruzar más con lo enmarañados que ya los tiene —resopló Hunter—. Está bien. —Con una mueca de disgusto se dio algunos golpes en el sitio en el que había tocado su chaquetón y se giró para marcharse—. Tengo cosas mejores que hacer que pelearme con una chiflada a la que se le han perdido los tornillos.
—¡¿Qué?! —Abrí la boca indignada.
Mary se interpuso en mi camino cuando fui a lanzarme tras él y me puso el piso de tarta que seguía intacta delante de mis narices.
—¡Quieta ahí, que te conozco! Tiene razón. ¿Te has vuelto loca? Ese tipo es Hunter Méndez, y no solo te saca una cabeza y media de altura, sino que todo el mundo está al tanto de que es el tipo más duro de la ciudad y que nadie se mete con él sin pagar el precio. Iba al mismo colegio e instituto que nosotras, por si no lo recuerdas.
—¡Sé a la perfección quien es! Me crie aquí hasta que murió mi abuela, por si se te ha olvidado.
Mary me dirigió una mirada impasible.
—Sí, pero solo llevas aquí tres meses desde que regresaste. Muchas cosas han cambiado en los últimos años. Ahora déjate de pamplinas. Tienes un problema mayor que el de Hunter. Acabas de cargarte el encargo que debías entregar hoy.
Me toqué el pelo y me quité un trozo del pastel que acababa de mencionar. Cerré los ojos y gemí. Mary poseía la mala costumbre de tener razón. Tenía una complicación mayor entre manos que ese capullo. Para todo había un momento y un lugar, y desde luego que también lo iba a haber para él. Iba a encargarme personalmente de mostrarle que el karma existe y que siempre termina pasando factura y, si no lo hacía, entonces, iba a hacerlo yo con mis dos pares de ovarios.
Suponiendo que consiguiera sobrevivir a la inauguración, claro estaba. ¡Dios! Solo de pensarlo me entraban ganas de hincarme de rodillas y ponerme a llorar.
Capítulo 3
Hunter
Josh me esperaba en la esquina con los brazos cruzados sobre el pecho. Cuando pasé de largo, me siguió y me estudió de lado. No dijo nada hasta que nos montamos en mi Land Rover y me abroché el cinturón.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.
—¿El qué?
—Lo de esa chica.
—¿Qué pasa con ella? —Me incorporé a la circulación y encendí el equipo de música con el propósito de distraerlo.
El vehículo se llenó con los acordes de Meant to Be de Bebe Rexha y Florida Georgia Line. Apreté los labios, pero reprimí el impulso de apagarlo.
—¿Aparte de hacerla caer sobre una tarta y luego comportarte como un auténtico hijo de puta? —El muy cabrón no hizo ni el intento de ocultar su sarcasmo.
—Que hubiera hielo delante de su local es culpa suya.
—¿Me estás hablando en serio? —Incrédulo, Josh giró la cabeza hacia mí—. ¿Qué cojones te pasa?
Algo semejante a la vergüenza me hizo encogerme, pero de inmediato lo rechacé.
—¡Joder! —Me pasé una mano por el cabello—. ¿Qué quieres que te diga?
—¿Por qué no te disculpaste y la ayudaste? Es lo que deberías haber hecho en condiciones normales —se corrigió.
Aquella era una buena pregunta, una para la que me gustaría haber tenido una respuesta aún mejor, sin embargo, no la había, no para él.
—No lo sé. Imagino que la tensión de lo que nos espera tras la cena del jueves me está pasando factura.
Josh no replicó, lo que me dejó con la duda de si se tragaba mi excusa o no. O como mínimo lo hizo hasta que volvió a abrir la boca.
—¿La conoces? Me ha parecido familiar, aunque no soy capaz de poner el dedo en el porqué.
Con la pregunta se fue mi esperanza de poder olvidarme del asunto.
—Sí. —¿De qué servía mentir con alguien que podía oler tus mentiras a leguas?
—¿Malos recuerdos?
¿Lo eran?
—De los mejores que conservo, al menos hasta que se largó sin aviso previo.
Aún podía sentir la frustración y la impotencia de lo que pasó en aquella época. Apenas había cumplido diecisiete años, dos más que ella. Aquella noche del baile de Navidad y los inolvidables besos que compartimos bajo el muérdago me supusieron un enfrentamiento con mi abuela, varios días de castigo y el primer indicio de que no era libre de vivir a mi antojo. Para cuando se acabó mi castigo, mis vacaciones de Navidad se habían acabado y Noelia se había marchado.
Con un leve movimiento, Josh asintió y lo dejó estar. Lejos de sosegarme, el silencio fue carcomiéndome por dentro.
—Verla fue como ver a un espíritu del pasado. Sé que no lo he manejado bien, pero lo último que me falta a estas alturas de mi existencia es complicármela , y más cuando estamos a solo unos días de la prueba. Todos sabemos qué pasó con Ben y Elisenda. Me niego a convertir mi vida en una pesadilla como le ha pasado a él.
—Te dio fuerte entonces, ¿no?
Resoplé sin poder evitarlo. Fuerte se quedaba corto. Al verla ahí de pie, incluso llena de nata y diminutas flores colgando de su barbilla, mirándome con la misma fascinación con la que me había contemplado apoyada en el roble detrás del instituto tantos años atrás, lo único que había tenido ganas de hacer era apretarla contra mí y besarla para comprobar si lo que habíamos compartido seguía existiendo. No recordaba a ninguna mujer en mi pasado que me hubiese provocado la misma reacción que ella me seguía provocando. ¿Cómo era posible?
—¿Necesita darte fuerte? No he visto a Ben dedicarle a mi tía Evanora ni una sola sonrisa en los veintitantos años que lo conozco, y apostaría a que no lo ha hecho en medio siglo y, aun así, Elisenda sigue sin haberlo perdonado —repliqué evitando una respuesta directa y la confesión de que me había comportado como un capullo, porque, de no hacerlo, le habría propuesto a Noelia retomar nuestra relación en el mismo punto en que la habíamos dejado.
—Sé a qué te refieres —comentó Josh—. Y es jodido, sí. Estoy deseando que pase esta semana. Si las cosas tienen que cambiar, prefiero que lo hagan ya y, si no es así, como mínimo tendremos un año en el que podremos hacer una vida más o menos normal.
—¿Vida normal? ¿A sabiendas de que tenemos una guillotina esperándonos a la vuelta de la esquina?
Sí, era cierto que ninguno de nosotros se privaba de echar una canita al aire los fines de semana, mujeres no nos faltaban para hacerlo. Y en cuanto a nuestras familias, eran todo lo normales que podían ser, tomando en consideración por quienes estaban formadas. Pero ni uno solo de los que estábamos marcados como familiares por el aquelarre nos arriesgábamos a acercarnos a una persona ajena a nuestro mundo.
—¿Es así como lo ves?
—¿Cómo esperas que lo vea, si no? —espeté entre dientes—. ¿Qué elección nos dejan?
—No tiene que ser algo malo —protestó con demasiada debilidad como para resultar convincente.
—¿Ah, no? ¿Por qué no le preguntas a Ben, a ver cómo lo ve él?
—Puede que te sorprenda su contestación —murmuró Josh con un toque críptico que me hizo apretar los dientes.
Capítulo 4
Hunter
El jueves, con su maldita cena de Acción de Gracias, llegó más rápido de lo que me hubiese gustado. Aparqué mi Land Rover Defender delante de la enorme mansión sureña de Elisenda, cuya imponente escalinata de entrada, flanqueada por cuatro majestuosas columnas, asustaba casi tanto como lo que se ocultaba tras la antigua fachada blanca.
Apoyé las muñecas en el volante y eché la cabeza atrás, tomándome mi tiempo para afianzar el control sobre mis emociones antes de que las mujeres de mi familia pudieran desarmarlas, manipularlas y convertirlas en caóticos nudos que luego me costaría días en volver a desenredar.
Por las ventanas de la planta baja salía una luz cálida y brillante que solía acompañar el día de Acción de Gracias en casa de mi abuela, y la cantidad de coches a mi alrededor indicaba que ya habían llegado la mayoría de los invitados. Me llené los pulmones de aire y lo solté con lentitud. Tal vez no hubiera detestado tanto aquellas fiestas de no ser por el riesgo que me suponía tener que pasar por aquella prueba una vez tras otra. Ceremonia de los Despertares, así es como lo llamaban. Quien fuera el que inventó aquel nombre tenía un gusto cuanto menos cuestionable. No sé a los demás, pero a mí me sonaba a secta comecocos y tomadura de pelo.
El único alivio era que, si lograba sobrevivir indemne a aquella noche, disfrutaría de un descanso el siguiente año (bueno, eso si teníamos en cuenta todo lo que podría sucederle en doce meses a alguien que, como yo, nació con los grilletes del destino). Pero al menos me libraría de las preguntas, amenazas veladas y recordatorios relativos a que se me estaba pasando el arroz. Eso sí, siempre y cuando saliese libre de lo que me esperaba allí dentro.
Un suave golpeteo en la ventanilla me sacó de mis cavilaciones. En cuanto reconocí la elegante barba plateada y la nariz recta del hombre, saqué la llave de la ignición y salí del vehículo. La nieve recién caída crujió bajo mi peso, recordándome cuán placentero sería salir corriendo en dirección al bosque alejándome de todo aquel quebradero de cabeza.
—Ben… —Le di un sentido abrazo.
A pesar de su edad, y a que la condena de Elisenda solía mantenerlo alejado de nosotros, era lo más semejante a una figura paterna que había tenido en mi vida tras la muerte de mis padres.
—Hijo, ¿listo para la gran noche? —Arqueó divertido una ceja al verme la mueca.
—Tanto como la otra decena de veces —repliqué con sequedad.
Ben tenía ese tipo de carcajeo bajo y ronco que uno asociaría con un puro y una copa de buen coñac.
—Un día de estos será tu noche, y aprenderás, que uno no debe dejarse llevar por los miedos y los estereotipos —opinó dándome varias palmadas en el hombro.
En un familiar al que su dueña le negaba la cercanía a menos que estuviese en su forma animal, y que solo obtenía permiso para mostrarse como humano durante celebraciones colectivas como aquella, resultaba cuando menos curioso que opinase de aquel modo. A menudo me preguntaba si Elisenda usaba su magia para mantener su condena o si él la había aceptado por voluntad propia con la intención de pagar por sus pecados y expiar sus culpas. Sospechaba lo segundo, pero, no por ello, me asustaba menos el poder que una bruja podía llegar a ejercer en mi vida.
Y justo aquel era el motivo por el que detestaba estar condenado a ser un familiar, poco más que una mascota, propiedad de una bruja. En teoría, éramos libres, no obstante, la realidad era que, una vez establecido el lazo entre familiar y bruja, nuestra prioridad, el centro de nuestro universo, siempre era ella. Las relaciones con otras mujeres eran básicamente imposibles e injustas para ellas, en un universo en el que siempre acabaríamos anteponiendo las necesidades y la seguridad de nuestra bruja a todo lo demás.
Esa era la razón por la que un acercamiento a una mujer, que despertaba algo en mí más allá de una atracción física, quedaba descartado. Mi mente viajó hasta Noelia y mi cuerpo reaccionó como si estuviese justo frente a mí, con su olor a galletas y vainilla y aquellos labios llenos hechos para besar y… sacudí la cabeza ante las imágenes que saltaron ante mis ojos. Odiaba la fascinación que ejercía sobre mí desde que tenía uso de razón. Era casi como si mi cuerpo fuera más de ella que mío y ese era un lujo que no me podía permitir.
—Es la hora, hijo. —Con una expresión indescifrable, los ojos azules de Ben pasaron por mi lado en dirección a la mansión.
Me dio un apretón en el brazo justo cuando el portón de la entrada se abrió. Nadie se asomó. No hacía falta. Ambos sabíamos lo que significaba. Elisenda me estaba esperando, era su nada sutil forma de ordenarme que entrase.
—Todo saldrá bien. Siempre has sido un cabrón afortunado. Te llevarás a la mejor iniciada de todas. Estoy seguro de ello.
Mi resoplido se evaporó tan pronto atravesó mi garganta. Era lo que tenía estar ansioso. Con una última inhalación, cerré el coche, me alisé el dichoso traje de chaqueta y revisé que mi pajarita estuviera recta. Cuadré los hombros y me encaminé sin más dilación a la casa. No había escape posible. Tenía edad suficiente de reconocerlo y, cuanto antes superase aquella noche, antes podría respirar de nuevo tranquilo. Nada más pisar el enorme vestíbulo, la puerta se cerró con un golpe seco un tanto tétrico a mi espalda. Gruñí a disgusto. ¿De verdad era necesario hacernos sentir como animales de circo enjaulados y recordarnos con cada detalle que ya no había marcha atrás?
—¡Hunter, querido!
Nadie habría podido adivinar que el elegante bombón moreno que se dirigió a mí con los brazos abiertos, y que apenas reflejaba cuarenta y pocos, ya había pasado de los ciento veintidós años, o al menos eso es lo que ella afirmaba que tenía, ya que algunas malas lenguas rumoreaban que tenía bastantes más. Me habría gustado averiguar su edad exacta, por simple curiosidad, aunque a mis veintisiete era demasiado joven como para arriesgarme a que me borrasen la memoria de un plumazo y me dejaran listo para internarme en un asilo. Si algo era Elisenda, entonces era precavida y reservada y, si ella no quería que supieras algo, sabía cómo mantenerlo oculto. En lo demás, lo único que la delataba era la sabiduría en sus ojos, aunque puede que se debiera más a su capacidad de ver el futuro que a sus décadas de experiencia.
—¡Elisenda! —Me dejé envolver en su abrazo y le respondí con delicadeza.
La respetaba, en ocasiones la temía, pero por encima de todo la amaba. Era mi abuela después de todo y, aunque no fuese el prototipo de yaya que vendían en los anuncios publicitarios, no dejaba de ser la mujer que me había leído cuentos y leyendas a la hora de dormir y la que me había curado innumerables heridas a lo largo de los años.
—Me alegra que hayas venido.
El cinismo me hizo alzar una ceja.
—¿Tenía opción?
—Claro que la tenías. —Elisenda frunció los labios en una media sonrisa—. Por eso me alegro, habría sido una lata tener que traerte a la fuerza. Ya he bebido un par de copas de ponche y cualquiera sabe cómo te hubiera ido durante el trayecto.
Con una carcajada seca, le ofrecí el brazo y la acompañé al salón en el que ya esperaban el resto de los invitados, a los que saludé con una sonrisa fingida mientras me repetían una y otra vez eso de: «Qué impaciente por descubrir si este año eres de los afortunados». O lo que era aún peor: «Ojalá tengas suerte. Sería una lástima que un chico tan guapo como tú siga solo otra Navidad más».
—¿Qué sorpresas nos has preparado para este año? —indagué cuando Elisenda y yo volvimos a quedarnos a solas, en parte por hacer conversación y, por otra, con la intención de sonsacarle algo que me permitiese estar prevenido.
—Si te lo dijera ya no serían sorpresas, ¿no?
—Aja, ¿y…?
—Que te responda a esa pregunta no te libraría de pasar por la prueba, de modo que ahórrate el interrogatorio —zanjó Elisenda con indiferencia.
—Sabes, alguna vez podrías hacerme algunas concesiones por ser tu nieto —mascullé a pesar de que me constaba que nada la haría cambiar de opinión.
—Ah, querido, pero sí te las hago. Que no te enteres no es mi culpa. —Elisenda me propinó unos consoladores golpecitos en el brazo—. Pero ya que estamos, yo que tú evitaría acercarme demasiado a Úrsula, ha estado probando un conjuro nuevo que la ayude a hacerse con un familiar libre y te ha echado el ojo como uno de los candidatos.
—¿Eso se puede hacer? —El vello de mi nuca se levantó y la estudié de reojo.
Si no tenía ni el más mínimo interés en ser el familiar de una bruja a la que estuviera destinado, aún menos lo tenía de convertirme en el de una a la que ni siquiera me correspondía servir.
—Si estás libre y nadie te reclama, y suponiendo que su conjuro funcione… ¿Quién sabe?
Estudié a mi abuela más de cerca. Si alguien lo sabía, entonces era ella. Si no lo decía era porque algo que no quería que se interrumpiese estaba a punto de suceder. ¿Estaría dispuesta a sacrificarme en el proceso?
—¿Qué pasó con su familiar?
Elisenda soltó un profundo suspiro.
—Vivían en México. Hace un par de años cayó en las garras de un familiar rebelde. Aunque trata de disimularlo, sigue sin haberlo superado.
Me puse rígido. Odiaba a los familiares rebeldes, y no era meramente porque mi trabajo como familiar libre consistía en cazarlos y castigarlos.
—¿Ya lo han atrapado?
—Lo harán pronto, no te preocupes.
—Elisenda… —gruñí.
Mi abuela aplaudió llamando la atención del resto de los presentes sobre nosotros.
—Creo que ya estamos todos, vayamos a la mesa, compartamos aquello por lo que estamos agradecidos y cenemos para, a continuación, proceder a la ceremonia de los Despertares.
Elisenda me acompañó a una de las largas mesas y, como era de esperar, mis amigos y compañeros se encontraban repartidos entre las brujas asistentes. Mi mirada se topó con la de Josh, que alzó una copa de vino en mi dirección para luego tragársela de un solo golpe.
Alguna ventaja tenía que fuese tradición celebrar la cena de Acción de Gracias previa a la ceremonia de los Despertares, y era que nos permitía emborracharnos antes de la medianoche, cuando nos convocaban a todos en el claro del bosque localizado en la parte trasera de la casa.
Los labios de mi abuela se apretaron en una fina línea en el instante en que Ben pasó al enorme salón. La mirada que cruzaron duró apenas un pestañeo, aún así estaba tan cargada de dolor, acusación y arrepentimiento que era difícil presenciarla sin que a uno se le constriñera el corazón y que una sensación de pesadez le atenazase el pecho.
Cerré los ojos y tomé una profunda inspiración obligándome a relajarme. Solo me quedaba rezar para que el universo se dignase a evitarme el encuentro con una bruja que tuviese el poder de destrozarme la vida como mi abuela le había hecho a Ben.